martes, 29 de marzo de 2005

Ex libris

Me gustan los libros. Desde que puedo recordar me ha parecido una aventura emocionante empezar uno nuevo, abrir la primera página y esperar a ver qué sucede.
También los atesoro, rara vez me desprendo de uno, aunque no me haya gustado, aunque no sea un gran libro o cuente una historia maravillosa. Así está la casa, claro, abarrotada de volúmenes.
Así que me sorprendió y me gustó un artículo de Paulo Coelho en "El semanal". Escribe sobre todo lo contrario, sobre dejar que los libros salgan de casa y vayan en busca de otros lectores.

El artículo completo está aquí:

http://www.clubelsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=111&id_firma=778

Y, sí, Internet es una inmensa biblioteca también. Un tesoro en casa. Y no ocupa lugar.

sábado, 26 de marzo de 2005

Tempus fugit

Así rezaba en el reloj de pared. Huye el tiempo, se escapa, se aleja a tal velocidad que vivimos en un suspiro y en un suspiro morimos.
Esta noche, al menos en Europa, nos roban una hora de nuestro escaso tiempo por decreto ley. Esta noche, mientras dormimos, el ladrón de guante blanco, sin dejar huellas, nos sisará sesenta preciosos minutos. Conozco a gente que se niega a esa tiranía del cambio de hora y deja estar a los relojes con su hora antigua, inamovible, con la hora verdadera que marca cada tic tac sin sobresaltos. Total, en seis meses, esa gente seguirá teniendo el tiempo exacto en sus relojes.
Tempus fugit.

Qué sabios eran los de antaño.

jueves, 24 de marzo de 2005

El novelista

Escribía una novela.
Las cosas extrañas empezaron a ocurrir a partir de la segunda página.
Acababa de describir un pavoroso accidente de tráfico; la brutal colisión entre un autobús escolar y un camión cargado con productos inflamables. El balance provisional de la tragedia era de 15 fallecidos y 38 heridos de distinta consideración. Apagó el ordenador, satisfecho con la descripción de las llamaradas, las sucesivas explosiones de gasolina y la barahúnda de sirenas de bomberos y ambulancias que daban sonido de catástrofe a la escena; le parecía que esos párrafos, narrados con gran crudeza, conseguirían atraer la atención del lector. Encendió el televisor, dispuesto a ver un rato el fútbol y algún informativo porque, desde que se dedicaba a escribir, estaba perdiendo contacto con la realidad cotidiana y eso era algo imperdonable en un escritor. Le sorprendió ver la cara de la presentadora de las noticias completamente fuera de hora y también fuera de sí, despeinada y con los ojos llorosos. Subió el volumen del aparato, no sin antes pelearse un poco con su propio sillón, que había decidido engullir el mando a distancia entre los almohadones. La cara de la presentadora desapareció bajo las imágenes superpuestas de una barahúnda infernal de sirenas, humo y llamas. La voz, temblorosa, narraba que el accidente, de una inusual violencia, había ocurrido pasadas las cinco de la tarde, en el punto kilométrico 173 de la Autovía del Mar. Los efectivos que se habían desplazado al lugar intentaban rescatar a los niños atrapados entre los hierros retorcidos del autobús. El balance provisional de víctimas era de 13 fallecidos y 40 heridos de diversa consideración; dos de ellos habían sido trasladados, en estado muy grave, al cercano Hospital Comarcal.
Su cara, aunque él no podía verla, tenía un ligero tinte verdoso y el estómago empezó a protestar en forma de náusea irreprimible. Vomitó la comida arrodillado ante la taza del water y se sintió algo mejor cuando se preparó una infusión de manzanilla y se la bebió tras añadir un chorro de coñac. Cuando se calmó y volvió a sentarse ante el teclado eran ya las ocho de la tarde y decidió que aquello había sido una puñetera casualidad, nada que debiera preocuparle en definitiva.
Retomó el hilo narrativo en el punto en que lo había dejado; puso un punto y aparte y se dispuso a describir el pequeño pueblo de montaña en el que vivía la protagonista femenina de su novela. Sus casas con tejados de pizarra, los verdes geranios salpicados de flores rojas y blancas colgados de los balcones de madera, las calles empedradas y los escudos de piedra en las nobles fachadas. Sin saber muy bien cómo ni por qué, añadió un peculiar detalle a las descripciones y las frases fueron deslizándose sobre la pantalla a una velocidad de vértigo. Un ruido ensordecedor rompió la tranquilidad del pueblecito; algunos vecinos salieron de sus casas sorprendidos por ese inusitado fragor que nunca antes habían oído. Ellos fueron los afortunados, los únicos que lograron no morir aplastados por el alud de piedras, tierra y barro que se precipitó desde las montañas vecinas sobre aquella pacífica y hermosa aldea destruyéndolo todo a su paso.
El escritor releyó aquellos párrafos y le parecieron perfectos en lo sintáctico; además, aquel desastre natural le permitía dar un giro insospechado a la trama, porque ahora la protagonista femenina podía yacer semienterrada entre el barro y esa experiencia cambiaría su vida posterior. Archivó satisfecho lo escrito y encendió la radio para saber qué había ocurrido con el accidente del autobús escolar. Llegó a tiempo de oír la voz entrecortada del locutor que narraba cómo otra desgracia había dejado en segundo plano la tragedia de los niños en la carretera: un terrible e imprevisto alud había arrasado un pueblo idílico en la montaña, gran parte de la población yacía enterrada bajo grandes cantidades de lodo y piedras; era imposible, por el momento, hacer balance de las víctimas.
El escritor apagó la radio de un manotazo, se acercó al teclado y escribió:
"Érase una vez un escritor que escribía una novela en la cual todo lo escrito sucedía momentos después en la vida real; el escritor dejó de escribir la novela porque ganó mil millones de euros en la Lotería Nacional; una cantidad nunca antes conseguida por ningún apostante. Fin".

martes, 22 de marzo de 2005

Los viajeros

La sala de embarque estaba repleta. Estaba claro que el avión iría lleno. Armada con un libro buscó acomodo en una esquina y por encima de las gafas de la presbicia se dedicó a observar a los otros que aguardaban, como ella, para subir al avión. Gente con niños, hombres con maletines, mujeres en grupo y aquellos viejos. Cuatro viejos muy viejos, vestidos de viejos, con olor a viejos. Estaban de pie muy cerca de donde después se formaría la cola para entrar al avión, una de esas colas absurdas puesto que cada viajero tiene su asiento adjudicado de antemano y de nada sirve entrar el primero o el octavo al avión.
Los viejos pues...
Llevaban unas bolsas de viaje de otra época, regaladas quizá en una agencia, o en un viaje de corte benéfico destinado exclusivamente a gente de la tercera edad. La mujer que les observaba intentó calcular cuántos años resultarían de sumar las edades de los cuatro. Trescientos sesenta si es que tenían una media de noventa cada uno. Casi cuatro siglos de vida dispuestos a meterse en un avión camino de París. ¿Qué se les habría perdido en París? O quizá esa ciudad sería sólo una escala en un viaje más largo. Vio que uno de ellos enseñaba a otro un rimero de billetes de avión, casi una libreta llena de itinerarios. Intentó imaginar ese largo viaje con escalas en lugares exóticos. De avión en avión; de aeropuerto en aeropuerto. Quizá daban la vuelta al mundo volando, invirtiendo en ello todos sus ahorros y su escasa vida restante. Sí, eso era, seguro. Cualquier día, en cualquier aeropuerto de cualquier ciudad exótica uno de ellos moriría esperando el embarque hacia otro lugar. Fin del trayecto. Stop. Y los restantes seguirían viaje hacia ninguna parte también, seguros sólo de una cita inaplazable.
La mujer no podía leer. Se quitó las gafas y suspiró. Miró al resto de los viajeros en la sala de embarque y entonces vio claro que el viaje termina sin retorno posible.

Embarcados como estamos, camino del matadero.

jueves, 17 de marzo de 2005

Cápsula

En el coche, por la mañana, voy al trabajo convertida en astronauta. Sí, tal cual.
Música, a todo volumen (recomiendan que no porque distrae, acabarán prohibiendo hablar mientras se conduce, también distrae).
Afuera el atasco invariable. Los semáforos cambiando de color para nadie. El sol que se asoma. El pobre del cruce con su cartulina en la mano insistiendo en que es pobre y que necesita ayuda…
Hoy he visto a un perro y un hombre. Por este orden. El perro era viejo, un pastor alemán que renqueaba; andaba tan despacio que ni siquiera lograba alcanzar al hombre, tan viejo como el perro, tan desasistido, tan penosamente lento y cansado.
La música sonaba a todo volumen. Y el astronauta que llevo dentro no ha sabido discernir si allá abajo, en la Tierra, le conmovía más la pena del animal o la del humano.
Ya he aterrizado.

miércoles, 16 de marzo de 2005

Pedigüeña

La mujer del semáforo ha cambiado de vestuario. Ha dejado los rebozos del invierno, el gorro de lana, las botas raídas y ahora parece más delgada, liviana entre los coches. Sonríe desdentada mientras pide a los automovilistas la limosna.
Tendrá… ¿entre veinte y cincuenta años?
Me mira a través del parabrisas. Un pañuelo de colores anudado en la cabeza.
A media mañana llegará su amo en un Mercedes deportivo. Se bajará un momento y le exigirá, con la manaza abierta, que le entregue el fruto de su limosneo agotador.

Invariablemente, me dan ganas de atropellarle.
Todas las mañanas.

lunes, 14 de marzo de 2005

Adopción

El viejo agujereaba la tierra alrededor del olivo.
Me pareció la punta de una bayoneta aquello que usaba como instrumento. Así que a lo lejos lo vi como un soldado perdido de una guerra perdida, dejando pasar el tiempo mientras cuidaba del olivo añoso.
Me acerqué.
Me miró.
Nos dimos un rato de palique.
Efectivamente agujereaba la tierra con la punta de una vieja bayoneta. No le pregunté de dónde salía el arma, pero sí el porqué de su acción.
Me explicó que llevaba mucho tiempo cuidando aquel árbol. No era suyo, claro, era del Ayuntamiento. "Los van plantando y luego se olvidan de ellos". Así que el hombre acudía casi a diario a ocuparse del olivo, lo había adoptado. O el olivo lo había adoptado a él y se dejaba cuidar como al desgaire.
Los agujeros en la tierra reseca sirven para oxigenar las raíces, dijo el hombre. Y yo me mostré conforme con la explicación.
Volví a pasar ayer por el camino.
El olivo estaba seco, yermo, muerto.
Lloré por el hombre de la bayoneta. Y por el árbol. Y por mí.
Tantas batallas perdidas a diario. Y sin enterarnos.

sábado, 12 de marzo de 2005

El niño

Subió al árbol y miró desde arriba el campo recién sembrado. Los ocres y el silencio de una enorme extensión de tierra parda. Puso su mano sobre los ojos, a modo de visera, y contempló un árbol a lo lejos rebrotado de hojas diminutas, promesa de manzanas con olor a verano. Vio las casas del pueblo y la loma altiva, el teso desde donde llegaban las tormentas y los vientos del norte en el invierno.
Luego suspiró.
Cerró los ojos y un vértigo extraño le sacudió entero.
Le llamó la tierra a su ensenada oscura.
Desde la rama más alta del roble viejo, el niño se desprendió, ya maduro, y muerto.

jueves, 10 de marzo de 2005

El capitán Garfio

La bombilla brillaba en la oscuridad.
El polvo del ambiente le daba un aura extraña, como si flotara en medio de una niebla espesa. Pero en las habitaciones no se cuela la niebla, aunque los sótanos parezcan neblinosos algunas veces. Así que, efectivamente, estamos en un sótano, oscuro, polvoriento y con olor a humedad, como corresponde a un sótano que se precie. La bombilla brillaba, sí, luego había electricidad en este sótano en el que nos hemos situado fácilmente. También debía de haber en algún lugar una conducción de agua, porque se escuchaba un persistente clic que indicaba que una gota del líquido se escapaba cada cierto tiempo del lugar por donde debiera circular.
Bien, pues situados en este sótano, debemos ahora comenzar a narrar alguna historia que en él suceda. Dado el ambiente, bien pudiera ser un relato de miedo, de los que provocan miedo, quiero decir, pero no estoy por la labor. Ya perdonarán. Y se dirán (o no) que por qué ando metiéndoles en un sótano tenebroso si lo que me dispongo a narrar no es una historia abracadabrante y temerosa. Pues, bien, no lo sé, quizá es una licencia que me he permitido, lo mismo que lo he titulado "El capitán Garfio", sin ninguna intención de que aparezca por aquí como personaje, ni mucho menos ese extraño niño llamado Peter Pan, que más que un tierno infante es todo un síndrome psiquiátrico el chaval.
Bueno, a lo que iba. Un sótano. Una bombilla en un ambiente polvoriento. El goteo cíclico de agua que suena produciendo un eco lejano. Y, ahora, unos pasos que se van a cercando poquito a poco. Son pasos sutiles, no taconeos ni zancadas. Pasos misteriosos más o menos. Parecen deslizarse con un bisbiseo, quizá descienden por los peldaños algo carcomidos porque se oye crujir la madera vieja de vez en cuando... No le podemos ver todavía, porque no ha llegado a la zona de luz ovalada que destila la bombilla. Permanece en la penumbra, en el lado oscuro del sótano y su presencia es onerosa (esto sale en los crucigramas).
Hay un olor extraño en el ambiente. De pronto, un ruido ensordecedor lo llena todo. Una agitación espasmódica, una revolución del tiempo y el espacio... Algo gira como un torbellino, golpeando paredes y muros, resonando con ecos tremendos en el sótano lúgubre.


- ¡Cariño! ¿Me ayudas a tender la ropa? La lavadora ya está centrifugando y sigue perdiendo agua, habrá que llamar al técnico otra vez.

miércoles, 9 de marzo de 2005

Telesueños

- Telesueños, dígame. Le atiende Leticia.
- Hola, mire... esto... que yo quería...
- ¿Un sueño?
- Eso. Sí.
- ¿Tiene algún folleto de nuestros servicios o prefiere que le explique en qué consisten?
- Casi, mejor que me explique, que con el folleto no me aclaro.
- Usted sólo tiene que encargarnos el tipo de sueño que prefiera, nosotros se lo haremos llegar a su cama en el mínimo tiempo posible. Puede elegir entre una variedad de sueños que vienen incluidos en un completo pack, algunos con regalo incluso de un lote extra de pesadillas que puede inducir en sus enemigos si así lo desea...
- Oiga, oiga, un momento...
- Dígame, señor.
- ¿Puedo comprar pesadillas?
- Exacto, señor. Son sueños también, aunque desagradables.
- ¿Y alguien que me tenga manía puede comprar una pesadilla y hacer que yo la sueñe?
- Sí pero no...
- A ver, a ver, que no entiendo.
- Si usted compra el pack "Oferta soñada", nosotros le garantizamos unos sueños libres de pesadillas, luego no ha de temer que nadie pueda introducir ese tipo de malos sueños en su cama.
- ¿Y si no lo compro?
- Puede elegir entre nuestra variada gama de sueños de todo tipo...
- ¿Y si compro un sueño digamos que erótico, por ejemplo, y un enemigo compra una pesadilla destinada a mí?
- Está claro, señor, si tiene usted esa preocupación, debería adquirir la "Oferta soñada".
- ¿Y si mi enemigo también la compra?
- Habría un claro conflicto, señor, pero depende de quién haya encargado antes el pack...
- Pues entonces, necesito que me diga si alguien ha comprado esas pesadillas para mí, de lo contrario, adquirirlo yo sería tirar el dinero...

- Señor, nuestra política de privacidad nos impide darle ese dato.
- ¡Es increíble! ¿O sea, que alguien puede estar amargándome los sueños con su consentimiento, y ni siquiera me pueden decir si eso es así?
- Lo siento, señor. Es la ley de la oferta y la demanda.
- ¿Cómo?
- Nosotros vendemos sueños y/o pesadillas. Si quiere los compra, si no, los deja.
- ¡Es que no son lentejas! ¡Con los sueños no se juega!
- Ahora sí, señor. Gracias por su llamada. ¿Desea alguna cosa más?
- Sí, deseo alguna cosa más.
- Pues dígame...
- Voy a denunciarles.
- Muy bien.
- ¿Cómo que muy bien?
- Está usted en su derecho, sin duda.
- Bueno..., espere, verá, no lo decía en serio. Yo, yo sigo queriendo comprar un sueño...
- Estupendo, señor. En ese caso le puedo ofrecer un pack de sueños eróticos con la persona que usted elija, sin ningún límite. Tenemos ahora mismo una oferta de dos por el precio de uno. Así mismo, si lo desea, tenemos la posibilidad de incluir por un pequeño suplemento un sueño heroico en el que usted sea el protagonista absoluto. Tal vez prefiera el sueño de dominador del mundo, éste también va incluido en una oferta especial de lanzamiento. Dígame qué desea soñar y esta misma noche se lo serviremos a domicilio, sin gastos de envío. Telesueños a su servicio...

martes, 8 de marzo de 2005

Perdida

El autobús no llegaba.
Se impacientó.
Se suponía que en aquella línea el intervalo era de diez minutos y llevaba más de media hora en la parada. Hizo el gesto absurdo de mirar al reloj, como si aquello pudiera servir para que al fin llegara. No tenía prisa, no quería caminar, por eso había decidido ir en autobús al centro, por eso y para no volverse loca en el atasco, dando vueltas con el coche sin conseguir aparcar.

A lo lejos vio, por fin, la silueta gigante y verde del autobús y dio unas patadas de impaciencia en el suelo, taconeando.
Tenía las monedas en la mano desde hacía media hora y cuando las dejó en el diminuto mostrador del conductor le dijo: Se ha retrasado mucho, ¿no?. Y el hombre no contestó. Se limitó a guardar el dinero en un cajetín y a darle el billete traslúcido. Ella lo cogió con mal humor y cuando se giró para encaminar el pasillo se dio cuenta de que era la única viajera. Le extrañó, pero luego pensó que los otros se habrían cansado de esperar y quizá decidieron caminar o coger un taxi, cualquiera sabe. El caso es que ella podía elegir asiento y acomodarse tan ricamente, sin apreturas o el riesgo cierto de caída que supone ir de pie. Tampoco había nadie esperando en la siguiente parada, ni en la otra, ni en la otra, así que el conductor no tuvo que detener el vehículo y había alcanzado una velocidad de crucero bastante considerable cuando llegaron a la rotonda que comunicaba (o aislaba) el barrio, del centro de la ciudad.
Giró la rotonda casi entera y en vez de enfilar por la calle de la Florida lo hizo por la Avenida de los Pájaros. Ése no era el camino, por aquella calle no se llegaba a la plaza Mayor. La velocidad era creciente. El autobús se bamboleaba en cada giro, en cada curva. Más deprisa.
¡Oiga! – Gritó al conductor desde su asiento - ¡Va demasiado deprisa!
No dijo nada. Sólo veía su nuca con una ligera melena rozándole la camisa azul de conductor de autobús urbano. ¡Oiga! Volvió a gritar ella. Nada. Más velocidad si acaso. Este tipo está loco, pensó. Pero no lo pensó en serio, sólo fue un pensamiento fugaz. De todas formas, si seguían avanzando por la Avenida acabarían saliéndose de la ciudad por el norte y ella tenía que ir a la Plaza Mayor, para eso había cogido el autobús, como hacía siempre para dirigirse al centro, que allí no hay quien aparque y todo son atascos. Se levantó del asiento y agarrándose con fuerza a cada respaldo y luego a las barras del techo fue avanzando hacia el puesto del conductor. Consiguió llegar sin caerse y se colocó a su lado, como si acabara de subirse. Oiga, le dijo ya sin gritar, oiga, por favor... ¿Por qué no ha seguido por la calle de la Florida? ¿Hay obras, algún problema?
No le miró, no le contestó. Siguió accionando las palancas y girando el desmedido volante con una sola mano. Miraba al frente de una forma tan fija que parecía un autómata.
Ella empezó a sentir algo parecido al miedo, y, sin saber por qué se puso a recordar novelas de misterio o aquella historia agobiante de una cabina de teléfonos asesina que vio una vez en la televisión.

Tocó el hombro del conductor con la mano derecha, con la izquierda se sujetaba al cristal que separaba la zona de conducción del resto del autobús. Oiga, por favor... Y su voz era de súplica. Oiga, ¿a dónde vamos? ¿Se ha equivocado de recorrido? ¿Es nuevo? Esta línea no es complicada, sólo hay que seguir por la calle de la Florida, atravesar Pizarro y Hernán Cortés y enseguida se llega a la parada de la Plaza Mayor, ahí es donde voy ¿sabe? Ha tenido que equivocarse, ¿verdad?
Silencio. El hombre seguía conduciendo, ajeno a ella, sin el más mínimo atisbo de haber escuchado sus palabras.
¡Oiga, señor! Ella gritaba ya sin ningún comedimiento. ¿Qué está haciendo, es que no me oye? Nada, ni un parpadeo, ni un movimiento, sólo el girar brusco del volante, la mirada fija al frente, los pies alternando la posición en los pedales.
Decidió volver a sentarse. Había empezado a sudar. Tenía miedo, sí, miedo. Sacó el móvil del bolso y marcó el 091, fue lo único que se le ocurrió en ese momento. Un clic en el auricular le hizo mirar la pantalla: no tenía cobertura. Era absurdo, todavía estaban en la ciudad. Todavía, pero por poco tiempo, porque el autobús seguía su marcha imparable hacia las afueras, cada vez a mayor velocidad, cada vez más bamboleante, más inseguro, más peligroso.


Le despertó un frenazo brusco. El conductor, sonriente, con una ligera melena y la camisa azul le dijo desde su puesto al volante: ¿Va a subir, señora? Y ella le dijo: No, gracias, voy a ir dando un paseo.

domingo, 6 de marzo de 2005

La esquela

Era pequeña, de las baratas, apenas habría costado diez euros.
El texto escueto: El nombre de la muerta (que no hace al caso) y después una frase: “Última nieta de D. (tampoco hace al caso)”. Y después otra frase: “Su sobrina Dña. (ni caso) ruega una oración por su alma”.
Y se quedó pensando en aquellas pocas palabras que tanto decían. Se quedó pensando en quién pondría una esquela en el periódico cuando aquella sobrina también muriera. La última de la estirpe. Nadie entierra al enterrador. ¿La dejaría pagada en vida para cuando llegase el caso?
No pudo evitar el impulso. Se acercó a la iglesia a la hora de aquel funeral. El ataúd estaba en medio del pasillo. A su derecha, en el primer banco, una mujer enlutada lloraba. Terminaba la misa y los pocos fieles que estaban en el templo se fueron marchando. La mujer quedó sola junto al ataúd, esperando a dos empleados que colocaron unas andas metálicas con ruedas y se dispusieron a sacar de la iglesia a la difunta. Sólo la enlutada figura, menuda, de la mujer, seguía a ese escueto cortejo. Y él, de nuevo un impulso absurdo, se sumó a la comitiva, un paso por detrás de la sobrina de la muerta. A la puerta del templo había un coche fúnebre y metieron en él la caja. Un taxi aguardaba detrás y cuando él fue a abrir la puerta para que la enlutada entrase, ella se volvió, los ojos azules y llorosos. ¿Le conozco? No, dijo él. Sólo he venido a acompañarla, porque me parece que está muy sola en este mundo, señorita. Es muy amable, dijo ella. Y cuando se metió en el taxi, a punto ya de arrancar tras el coche mortuorio, añadió: ¿Quiere venir conmigo? Se me hace duro ir sola al cementerio también.

Se reían juntos siempre que recordaban aquello. ¡Vaya manera de conocernos tan romántica!

Y rezaban en silencio, cada uno por separado, para que fuera el otro el encargado de su esquela y de su entierro, para no padecer, de nuevo, tanta soledad.

sábado, 5 de marzo de 2005

viernes, 4 de marzo de 2005

La pianista

La hermosa pianista se agitaba ante el mueble negro y desmedido. Hacía brotar de su interior todas las notas que el compositor escribió en un día de hastío sin saber que un siglo más tarde la hermosa pianista desgranaría la música con tanta pasión.
La melena rubia se agitaba también siguiendo los compases, los pies al ritmo en los pedales, como si danzara, y las manos ¡ah, las manos! Dedos largos y veloces entrecruzándose en infinitas formas sobre los dientes blancos y negros, exquisitamente diseñados para ser acariciados con dulzura o tañidos casi con estrépito.
El auditorio se guardaba hasta de respirar para no perder ni una cadencia de tan bella melodía. El tiempo se había detenido en aquella enmoquetada sala de conciertos, disgregados los segundos en minúsculas porciones que bailaban al son de la música.
La hermosa pianista llevaba meses ensayando aquellas partituras tan complejas, escuchando antiguas grabaciones en vinilo para olvidarlas inmediatamente después y ser capaz así de reinventar las notas, los silencios, los ritmos todos que el compositor imaginó en aquel momento lejano.
Una mano casi anónima llegaba desde detrás de la banqueta y pasaba la página de la partitura cuando era necesario. Unos ojos no vistos leían las intrincadas notas y, justo unos segundos antes de que la pianista fuera a quedarse sin notas que leer, esa mano volaba leve a renovar el pentagrama. La pianista se agitaba, hermosa, en su banqueta sin respaldo, sobre el terciopelo apenas entrevisto, quizá rojo o granate. El desmedido mueble negro parecía agitarse también al son que le marcaba la intérprete. El público, definitivamente embelesado, sólo tenía miradas de admiración para la hermosa pianista; alguien osó toser, una tos leve, casi un carraspeo, y las miradas quisieron fulminarle por romper el tempo mágico en el que todos flotaban tan inertes.
La mano casi anónima y los ojos no vistos seguían pacientes su labor de alternancia de las páginas en el momento exacto en que debía ocurrir para que todo marchara como debía. Es decir, perfectamente.
El concierto se estaba culminando. Se aproximaba la apoteosis final y la hermosa pianista estiró los dedos hasta casi doblar su longitud para abarcar tantos dientes blancos y negros y arrancarles el arpegio definitivo.
Fue apenas un estertor y nadie lo escuchó en el fragor del tramo final de la obertura. Justo en ese momento, cuando ya no quedaba más partitura por extender, cuando todas las notas estaban consumadas, extinguidas en el aire de la sala, absorbidas por centenares de orejas expectantes, el portador de la mano casi anónima cayó desplomado a la izquierda del piano. Yació muerto y totalmente enamorado hasta que el juez y el forense acudieron a cumplir con sus funciones legales.
¡Qué terrible! Dijo la hermosa pianista mientras se retiraba al camerino llevando entre los brazos varios ramos de rosas y caléndulas. ¿Cómo se llamaba ese pobre hombre?

jueves, 3 de marzo de 2005

La arruga

La arruga era diminuta, apenas una fina línea en el entrecejo. Lo frunció ante aquel espejo de aumento con luz incorporada y la arruga se hizo más profunda. El gesto, visto así, era malhumorado. Un ceño fruncido siempre lo es; denota enfado, ira y crispación. Pensó que si no se hubiera enfadado tantas veces por culpa de aquel cretino, esa arruga no estaría ahí, justo entre los dos ojos, una vertical que se difuminaba camino de la frente, hasta desaparecer.
¿Y cuándo había comenzado? Se miraba cada día en ese mismo espejo desde hacía más de diez años y jamás la había visto.
Su furia fue en aumento. El rostro encorajinado se reflejaba en el azogue y la arruga profundizaba más y más en la epidermis; arañaba las células, las hacía desaparecer y crecía el surco inevitable.

Le había mentido la esteticista; aquella maldita crema de doscientos euros el bote de cien gramos no prevenía la aparición de arrugas, no prevenía absolutamente nada.
Abandonó un momento el cuarto de baño para decirle al cretino que le había salido una arruga en mitad de la frente, en el mismísimo entrecejo. Pero claro, el cretino apenas levantó la vista del periódico para decirle desganado:


- Vaya, lo siento mucho, querida.

Estaba claro que no lo sentía en absoluto, le importaba un pimiento que ella tuviera una arruga o que padeciera lepra avanzada. Esa era una de las razones por las que la crema preventiva que debía prevenir la previsible aparición de arrugas no hubiera tenido absolutamente ningún efecto sobre su cara. El cretino avivaba las arrugas con su propio cretinismo, su indolencia y su indiferencia.
Regresó al cuarto de baño enfurecida y de nuevo se asomó al espejo ovalado dotado de luz que ampliaba e iluminaba su arruga hasta hacerla parecer una trinchera divisoria entre los dos bandos que eran sus ojos. Estiró con los pulgares la carne de la frente y la arruga quedó reducida a una línea recta pero ya sin apenas profundidad.

No era una solución válida.
Su cara fue enrojeciendo de ira, los ojos le brillaban de pura irritación.
En pleno arrebato, mascullando palabrotas, cogió de la estantería el bote de crema antiarrugas y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el espejo ovalado dotado de luz.

El cristal se hizo añicos.
Su rostro, también.

miércoles, 2 de marzo de 2005

La modelo

El vestido llevaba unas gasas superpuestas. Apenas transparencias teñidas de violetas, rosas y azules celeste. El conjunto no incluía zapatos. El famoso diseñador había decidido que el pie desnudo de la mujer es un símbolo erótico incomparable y esa desnudez, acompañada por la levedad de los tules que conformaban el modelo, haría que los espectadores del desfile –expertos en moda venidos de todo el mundo -, centrasen su atención en las nuevas formas, innovadoras y atrevidas de la línea primavera-verano.
La modelo, entre bastidores, colocó las gasas y tules según la fotografía que le habían facilitado en el ensayo general; debía parecer que la ropa estaba colocada al desgaire, pero la dejadez estaba estudiada al milímetro. La maquilladora había destacado sobre todo los ojos de la modelo a base de tonos malvas y violetas y dibujó un cerco negro debajo para profundizar la mirada y darle, al mismo tiempo, un toque de tristeza. La peluquera despeinó más que peinó a la joven y terminó la tarea rematando una especie de moño con un lazo rosa y unas cintas malvas y violetas.
El famoso diseñador, instalado en el backstage, daba los últimos retoques a cada modelo y les repetía: Vamos, bonita, tú representas la concreción de la idea genial que yo he visto en mi imaginación, la gloria te espera ahí afuera. Y pellizcaba muy someramente los rostros delgadísimos de las chicas, con mucho cuidado para no estropear el maquillaje.
La modelo esperó su turno. La que desfilaba antes que ella llevaba un conjunto de camiseta y pantalón en rojo rabioso. El tejido era una mezcla de poliuretano y nylon, de tal forma que el cuerpo parecía plastificado o parte de una expedición a la Luna a punto de entrar en una nave espacial. Los espectadores aplaudieron aquel espectacular modelo y los críticos de moda anotaron en sus libretas sus opiniones, siempre certeras, sobre la innovación y el futurismo en la moda.
Llegó su turno. La música –sintética, ecléctica e ilógica -, comenzó a sonar en los dieciocho altavoces repartidos por el salón; cesaron los aplausos y los críticos aguardaron la aparición de la siguiente mujer en la pasarela. Los focos se centraron en su figura etérea, en las gasas evanescentes y los pies desnudos. La modelo caminó por la alfombra azul marino como si sus caderas estuvieran a punto de descoyuntarse, cruzando los pies ante ella de tal forma que los pasos parecían de baile y no un caminar ordinario y corriente.
Fue quizá al octavo paso cuando ocurrió.

El carpintero, sin duda, tenía prisa esa mañana.
El clavo atravesó limpiamente el talón de la delgada modelo que lanzó al aire del salón un alarido inhumano. Inmediatamente se desmayó y su cuerpo desmadejado, tendido sobre la alfombra azul marino, fue considerado unánimemente por los críticos de una belleza sobrecogedora.
"La performance fue estremecedora –escribió uno de ellos en Vogue -, la modelo representó perfectamente el papel de las ‘fashion victims’ y quedó tendida largo rato ante el público fingiendo, como una primera actriz sin duda, el dolor de las esclavas de la moda ante la tiranía del vestido. La representación concluyó entre aplausos rabiosos cuando el propio diseñador recogió entre sus brazos a la joven y se la llevó tras los bastidores. El realismo de la escena fue tal que hasta se cuidó el pequeño detalle de un reguero minúsculo de líquido rojo dejado, como una estela púrpura sobre el azul intenso, formando sinuosos dibujos hasta desaparecer tras el telón de fondo. Impresionante sin duda y difícil de superar".

martes, 1 de marzo de 2005

La hermandad (Relato basado en un hecho real)

Han ido pasando los años. Muchos años. Más de cuarenta, más de cincuenta.
Imposible mirar atrás sin ver todo ese tiempo como un discurrir de monotonía.
Idas y venidas a la labor del campo. Idas y venidas al bar. Partidas de mus. Comidas guardadas de un día para otro para aprovechar la olla grande y no tener que guisar a diario.
El sobresalto de una enfermedad, de una visita al hospital en la ciudad para que alguien con bata blanca repare las averías del cuerpo.
Era temprano por la mañana. Siempre era temprano, fuera domingo o martes. Los dos hermanos frente a frente, acodados ante la mesa de la cocina; tazones de café y galletas, el azucarero, un pedazo de pan de la víspera, el sol comenzando a dejarse asomar por la ventana estrecha que da al este. Hoy no hay olla con garbanzos o alubias en el fogón. Tampoco ropa en el tendedero. No hará falta ni comida ni algo que ponerse. El desayuno es innecesario también, pero parece mal despedirse con el estómago vacío.
No hablan. No les hace falta. Todo se ha dicho ya y añadir algo sería tan superfluo como perder el tiempo poniendo flores en un búcaro. ¿A quién le importan las flores muertas corrompiendo el agua en la que se ahogan?

El último trago de café marca el comienzo del plan trazado hace ya años. Cada uno recoge su tazón con parsimonia, lo acerca al fregadero y lo lava, uno tras otro, sin atropellarse ante el estropajo, como siempre ha sido. Luego limpian la mesa de las migas caídas, guardan las galletas en la vieja lata de metal que antaño guardó otras galletas que ya ni se fabrican.
Se miran un momento, ambos de pie y el mayor dice: Es la hora, hermano. Y el más joven, aunque ambos son setentones, asiente con la cabeza y prepara dos vasos con agua del grifo; antes, curioso detalle, la deja correr un poco, para que salga fresca. Los pone sobre la mesa y el mayor echa en cada uno el contenido de un sobre blanco con los bordes doblados para que los polvillos no se escapen y se pierdan. Las cantidades son importantes.
Vuelven a mirarse a los ojos, hacen un amago de abrazarse, pero son incapaces puesto que nunca se han dado muestras de cariño con demostraciones físicas. Cada uno toma un vaso y beben al mismo tiempo, apurando hasta el final los posos blanquecinos. Luego caminan despacio hasta sus dormitorios y se tienden cada uno en su cama, con la ropa de los domingos puesta y los mejores zapatos calzando los pies.
Mejor no dar trabajo a nadie, ni siquiera al de la funeraria.


P.S. Hoy martes, a las 16:50 y en La2 de TVE se emite el último capítulo de la serie "Un programa estelar". Si pasabas por aquí... te recomiendo que lo veas.