martes, 8 de marzo de 2005

Perdida

El autobús no llegaba.
Se impacientó.
Se suponía que en aquella línea el intervalo era de diez minutos y llevaba más de media hora en la parada. Hizo el gesto absurdo de mirar al reloj, como si aquello pudiera servir para que al fin llegara. No tenía prisa, no quería caminar, por eso había decidido ir en autobús al centro, por eso y para no volverse loca en el atasco, dando vueltas con el coche sin conseguir aparcar.

A lo lejos vio, por fin, la silueta gigante y verde del autobús y dio unas patadas de impaciencia en el suelo, taconeando.
Tenía las monedas en la mano desde hacía media hora y cuando las dejó en el diminuto mostrador del conductor le dijo: Se ha retrasado mucho, ¿no?. Y el hombre no contestó. Se limitó a guardar el dinero en un cajetín y a darle el billete traslúcido. Ella lo cogió con mal humor y cuando se giró para encaminar el pasillo se dio cuenta de que era la única viajera. Le extrañó, pero luego pensó que los otros se habrían cansado de esperar y quizá decidieron caminar o coger un taxi, cualquiera sabe. El caso es que ella podía elegir asiento y acomodarse tan ricamente, sin apreturas o el riesgo cierto de caída que supone ir de pie. Tampoco había nadie esperando en la siguiente parada, ni en la otra, ni en la otra, así que el conductor no tuvo que detener el vehículo y había alcanzado una velocidad de crucero bastante considerable cuando llegaron a la rotonda que comunicaba (o aislaba) el barrio, del centro de la ciudad.
Giró la rotonda casi entera y en vez de enfilar por la calle de la Florida lo hizo por la Avenida de los Pájaros. Ése no era el camino, por aquella calle no se llegaba a la plaza Mayor. La velocidad era creciente. El autobús se bamboleaba en cada giro, en cada curva. Más deprisa.
¡Oiga! – Gritó al conductor desde su asiento - ¡Va demasiado deprisa!
No dijo nada. Sólo veía su nuca con una ligera melena rozándole la camisa azul de conductor de autobús urbano. ¡Oiga! Volvió a gritar ella. Nada. Más velocidad si acaso. Este tipo está loco, pensó. Pero no lo pensó en serio, sólo fue un pensamiento fugaz. De todas formas, si seguían avanzando por la Avenida acabarían saliéndose de la ciudad por el norte y ella tenía que ir a la Plaza Mayor, para eso había cogido el autobús, como hacía siempre para dirigirse al centro, que allí no hay quien aparque y todo son atascos. Se levantó del asiento y agarrándose con fuerza a cada respaldo y luego a las barras del techo fue avanzando hacia el puesto del conductor. Consiguió llegar sin caerse y se colocó a su lado, como si acabara de subirse. Oiga, le dijo ya sin gritar, oiga, por favor... ¿Por qué no ha seguido por la calle de la Florida? ¿Hay obras, algún problema?
No le miró, no le contestó. Siguió accionando las palancas y girando el desmedido volante con una sola mano. Miraba al frente de una forma tan fija que parecía un autómata.
Ella empezó a sentir algo parecido al miedo, y, sin saber por qué se puso a recordar novelas de misterio o aquella historia agobiante de una cabina de teléfonos asesina que vio una vez en la televisión.

Tocó el hombro del conductor con la mano derecha, con la izquierda se sujetaba al cristal que separaba la zona de conducción del resto del autobús. Oiga, por favor... Y su voz era de súplica. Oiga, ¿a dónde vamos? ¿Se ha equivocado de recorrido? ¿Es nuevo? Esta línea no es complicada, sólo hay que seguir por la calle de la Florida, atravesar Pizarro y Hernán Cortés y enseguida se llega a la parada de la Plaza Mayor, ahí es donde voy ¿sabe? Ha tenido que equivocarse, ¿verdad?
Silencio. El hombre seguía conduciendo, ajeno a ella, sin el más mínimo atisbo de haber escuchado sus palabras.
¡Oiga, señor! Ella gritaba ya sin ningún comedimiento. ¿Qué está haciendo, es que no me oye? Nada, ni un parpadeo, ni un movimiento, sólo el girar brusco del volante, la mirada fija al frente, los pies alternando la posición en los pedales.
Decidió volver a sentarse. Había empezado a sudar. Tenía miedo, sí, miedo. Sacó el móvil del bolso y marcó el 091, fue lo único que se le ocurrió en ese momento. Un clic en el auricular le hizo mirar la pantalla: no tenía cobertura. Era absurdo, todavía estaban en la ciudad. Todavía, pero por poco tiempo, porque el autobús seguía su marcha imparable hacia las afueras, cada vez a mayor velocidad, cada vez más bamboleante, más inseguro, más peligroso.


Le despertó un frenazo brusco. El conductor, sonriente, con una ligera melena y la camisa azul le dijo desde su puesto al volante: ¿Va a subir, señora? Y ella le dijo: No, gracias, voy a ir dando un paseo.

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