jueves, 28 de marzo de 2013

Tanto miedo

De aquellas Semanas Santas de la infancia recuerdo el frío. 
Los caramelos que mi abuela cosía en la palma rizada. Algunos tambores. (La tele apagada no, porque no teníamos). Los garbanzos de vigilia (vigilia, me daba miedo esa palabra). Y, por encima de todo, el pánico a los encapuchados (mozorros en Pamplona), los cines cerrados. Una ciudad entera virada a negro. 
En las iglesias tapaban las imágenes con mantones. Y los espejos en algunas casas. Todo era luto y tristeza. Y, me olvidaba,  la carraca de madera que me compraba mi abuela. 
Y me daba miedo un terremoto justo a las tres de la tarde del viernes. Y ese sábado sin Dios, porque se había muerto. Y luego, todos se volvían como locos el domingo, porque ya había resucitado y todo era blanco y campanas repicando.
Y nunca entendí nada. 
Pero lo más incomprensible era por qué se ponían tan de duelo, cuando creían que, finalmente, la historia terminaba bien, como en esas películas de miedo que sólo son pesadillas.
Reitero: Nunca entendí nada.

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