jueves, 21 de marzo de 2013

LA DETERMINACIÓN DE LOS SUICIDAS




Siempre admiró la determinación de los suicidas.
La emoción postrera que les debe  suponer decidir cuál será su último amanecer y de qué forma pasarán de la vida a la muerte.
Ellos sí saben la fecha y la hora, el cómo y el lugar.
Los hay artificiosos, los hay sencillos y expeditivos.

La determinación de los suicidas, hermanados por el ansia de la huida, por la certeza de que nada nos espera, de que nada nos queda, de que nada es posible, salvo decidir cómo y cuándo morir.

Una ventana abierta y un vuelo hacia el vacío. La gravedad hace el resto.

Una escopeta que cazó perdices te descerraja un disparo certero en el pecho.

La soga en la viga.

El puente. El río. La mar.

El tren veloz.

El metro.

Un coche volando hacia el acantilado.

El baño caliente y las cuchillas hendiendo las venas de la muñeca.

La dulce química mezclada con el alcohol: un sueño profundo sin pesadillas.

Cada suicida decide la puerta de salida, la abre y se va. Y no hubo nada. Sólo una ausencia más. Otra sombra. Otro vacío en la memoria de quienes se quedan a esperar su turno. Porque la puerta, es inevitable, se abre para todos.

Uno

Escuchaba las “Variaciones Goldberg” interpretadas por Glenn Gould. Apagaba un cigarrillo en el viejo cenicero de siempre, negro y roto, y encendía otro casi sin aguardar a que el humo del anterior se hubiera disuelto en el aire cargado de la habitación.
A veces descorría las cortinas y se arriesgaba a mirar al exterior. La calle era un mundo hostil.
Su única certeza la obtenía de la pantalla del ordenador cuando era capaz de hilvanar frases, añadir signos de puntuación e ir construyendo aquella historia que le había ocupado siempre el corazón o alguna remota circunvolución en el cerebro.
Sinapsis. Se decía. Y escribía la palabra.
Soledad. Y la vivía con la fuerza del dolor.
Sabor a sangre.
Silencio.
Y se le llenaba la boca de eses como en un juego infantil y cruel.
Sevicias.
Santuarios.
Signos.
Y, finalmente, suicidio.
Sonrió.
Suicidio, sí, es la postrera palabra de su particular diccionario. Una colección de vocablos de uso individual, el secreto soneto de su vida.
Soledad y silencio casaban perfectamente. Sólo el aullido del viento al otro lado de la ventana y el teclear en el ordenador alteraban la callada atmósfera. Y el piano, claro, el sabio aleteo de las manos en los marfiles negros y blancos.
No se puede calcular el miedo. No hay ecuaciones capaces de resolverlo. Y, sin embargo, cuando el miedo a vivir supera al terror de morir, nos encontramos ante la lucidez del suicida.
Siempre habrá alguien (en todos los miserables anida un juez supremo) que acuse de cobardía a quien toma la tangente y se marcha para no volver.
Y siempre habrá alguno (en todos los pusilánimes anida un absurdo benefactor de la humanidad) que sólo se duela por el dolor que esa muerte inesperada causa en los deudos que han de enterrar o incinerar al voluntario cadáver.
El suicida, que acaso en su vida conoció a magistrado alguno, acostumbra a dejar una carta para el juez. Escribe esa carta con buena letra porque cree que si no es manuscrita perderá valor de prueba y las autoridades dudarán de su autoría y sospecharán tramas urdidas para ocultar crímenes novelescos.
El suicida, que lo es desde mucho antes de fallecer, lo es desde que toma la decisión de desaparecer, descubrirá que tiene muy mala letra porque hace años que optó por el ordenador para escribir. Descubre también que las cuatro plumas estilográficas que guarda sobre el escritorio están secas y yermas. Y se resiste a escribir sus últimas palabras con un bolígrafo de propaganda del último hotel que visitó, en aquella época lejana en que viajes y hoteles parecían algo bueno que mejoraba la vida. Así que hay un momento absurdo en que el suicida piensa que deberá posponer su decisión a expensas de encontrar un instrumento adecuado para escribir la dichosa carta que, como es tradición, empezará diciendo:

“Señor juez:
Que a nadie se culpe de mi muerte. He decidido quitarme la vida que sólo a mí me pertenece…” etc.

Quizá en los juzgados haya un archivo donde se guarden todas las misivas que los suicidas legan a los jueces. Miles de textos más o menos originales, voluntades postreras de quienes tomaron el tren urgente de la muerte o decidieron arrojarse a las vías, con la última duda de si provocarían un descarrilamiento atroz.
Porque hay suicidas cuidadosos y descuidados. Entre estos últimos, sin duda, aquellos que irresponsablemente dejan abierta la espita del gas y mueren a lo grande, entre llamaradas y explosiones, arrastrando también a los vecinos de al lado que desayunaban sin saber que sería lo último que harían. Muertos como si el suicidio fuera una contagiosa epidemia.

Seguía sonando su música favorita en el ordenador. Buscaba datos sobre la muerte auto infligida y encontró tantos que le abrumaron. Mientras las autoridades nos recuerdan que el cinturón salva vidas, que la velocidad mata y que el alcohol es una pésima combinación con el volante, ocurre que mueren cada año muchas más personas por suicidio que en accidentes de carretera. Y abril, junio y julio son los meses más asesinos, por así decirlo.
Pensó en su propia realidad y constató que abril le predisponía a la melancolía y que el comienzo del verano se le antojaba una escarpada pendiente que era incapaz de escalar. Pero, al fin y al cabo ¿cuántos veranos vivimos?… En una vida media, pongamos que de setenta años, los primeros son de inconsciencia y el verano una época de aire libre, vacaciones, castillos de arena y aromas de salitre. En la adolescencia son los estíos días del primer sexo apocado, de horizontes con septiembre y suspensos atrasados. Y la pesadilla del adulto, el verano familiar plagado de veladas que terminan en discusiones y penurias, demasiado largas las horas, con tanta luz que nos hace ver hasta lo que queremos ocultar el resto del año.
Y los viejos en verano, la imagen del agostamiento.
Nos matan los días cálidos y eternos, asesinas jornadas de falso esplendor en la hierba que sólo augura el otoño atroz, decadente y dorado.
Tres mil o más muertos al año sólo en España. Cadáveres ahorcados, destrozados por el tren, yertos en sus camas tras una cena de barbitúricos y alcohol.

Dos

Descubrió muy pronto que a la gente no le gusta hablar de la muerte. Quienes aguardan en la antesala del médico son capaces de confiar sus más penosos padecimientos al desconocido que se sienta al lado, pero el asunto de nuestro final en la vida, acelerado incluso por los doctores que pretendemos que nos sanen, no agrada a nadie.
En la niñez le obligaban a rezar antes de irse a dormir. No hacerlo y morir de improviso, sumido en la inconsciencia del sueño, acarrea a los osados la condenación eterna, le dijeron.
Así que temía a la noche, tan larga y tan oscura, que nos deja desprotegidos, al albur de las sombras, los fantasmas y la Parca.
Los mayores acostumbraban a preguntar a los niños qué querían ser de mayores y él siempre contestó que simplemente quería no morirse. A eso aspiraba. Y luego le puso nombre: inmortalidad.

Tres

Siempre admiró la determinación de los suicidas.
Así que decidió convertirse en uno de ellos.
 
Cuatro

A una edad temprana supo que su muerte no dependería del albur, del azar malvado, de los médicos matasanos, de quien estuviera a su lado en ese momento y dispusiera que le resucitaran o le dejaran dormir en paz.
Pensaba en los espías legendarios que escondían en un anillo la diminuta pastilla de cianuro, el pasaporte para la frontera definitiva.
Soñaba con el momento supremo de la decisión que te ayuda a la fuga, como los presos valientes que optaban por arriesgarse a cruzar las alambradas y recibir un certero disparo en pleno cerebro; en ese mismo instante en que la bala horadaba la blanda masa, ellos ya habían conseguido eludir a sus carceleros.
Mariano José de Larra, que se suicidó por amor ante un espejo descerrajándose un tiro en la sien, se erigió en un mito a emular.
El problema era hallar ese amor incandescente, insoportablemente ansiado, que nos empuja a la muerte como supremo acto de entrega.
Había tenido amores, hasta los más tontos los tienen.
Amores perversos.
Amores asfixiantes.
Amores no correspondidos.
Amores de alcohol y sexo.
Gratuitos y de pago.
Amores propios, de masturbaciones imaginativas.
Pero siempre le fue esquivo ese amor del que hablan los poemas.
La soledad fue más poderosa que el miedo a estar en soledad.
Y tampoco encontró jamás alguien a quien amar que se comprometiera, también, a acompañarle en el último y voluntario viaje.
Amor y muerte resultan encajar en las novelas, pero en la vida son incompatibles. Nadie se siente más lleno de eternidad, inmortal e invulnerable que un nuevo amante.
Pero estaba convencido de que lo mejor del amor era la novedad. Cuando ya habías besado unos pechos unas decenas de veces, perdían todo interés y te empezaban a llamar la atención otros escotes que pasaban a tu lado por la calle. Ansiabas introducirte en un cuerpo pero, una vez horadado, se evaporaba la emoción y todo sonaba a repetido, por mucho que se adornara con perfumes y tules vaporosos.
Una vez, sólo una, creyó encontrarse ante la persona adecuada. Ya entonces el suicida escribía textos sin descanso, entregado a su visceralidad, a la pasión de las palabras, al deseo de perpetuarse más allá de la breve vida, sabedor de que la inmortalidad sólo la logran quienes sobreviven a los siglos por sus creaciones.
La persona que creyó adecuada amaba también los libros y la música. Su conversación era tan rica como sus conocimientos, y las experiencias que narraba en nada se parecían a las que la gente común suele describir.
Aquella única vez, él se dejó arrastrar a merced de un huracán que casi lo destruye. O, acaso, allí comenzó verdaderamente su destrucción.

Cinco (o una pequeña historia de amor)

Almas gemelas, se dijo. Y se lo dijo con esa determinación absurda que sólo alienta en aquéllos que se enamoran sin pensar en el mañana, porque es condición del enamorado no prever en absoluto que habrá más días y otros más tras la barrera del primer destello atenazado de emoción.
Coincidían en tantas cosas que se dirían hijos del mismo espermatozoide, hermanos más allá de las familias, medias naranjas de una fruta cargada de zumos por destilar.
Y así, rozando lo cursi como sólo pueden rozarlo sin mancharse de dulzor los enamorados o quienes creen estarlo, se echó en sus brazos.
Ella le aseguró que pensaba en la muerte a diario, que la certeza de morir no le inquietaba, acaso le producía el vértigo del pasar del ser al no ser.
Sí, almas gemelas. ¿Sería posible, amada mía, llegar al pacto final, al de la demostración total de entrega que supone morir el uno a manos del otro y luego suicidarse? Viajar a la nada acompañado por ti es lo que más deseo en esta vida después de tu ser tan adorable…
Pero la adorable huyó ante la propuesta tan explícita, porque amor y muerte parecen amantes pero son enemigos, sobre todo si el amor no es sólido y la muerte es tan letal como parece.

Seis

Entonces supo que a nadie se puede invitar a la ceremonia de la muerte. Ha de llevarse a cabo en soledad, celebración de despedida con un solo protagonista, sin testigos. Uno y ella, la invitada final que acaba contigo y se enseñorea de las habitaciones, los descampados, los árboles del ahorcado y las pleamares que devuelven cuerpos a la orilla. Luego llegan los comparsas. Jueces, policías, curiosos, descubridores del finado. Dejan un rastro de blancos guantes de goma, mediciones y dibujos de tiza en la hierba. Y se van con el cuerpo del delito, dicho sea sin ánimo de hacer bromas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La lectura me ha dejado sobrecogida, casi temblona, con los vellos de punta. Es un texto maravilloso por su claridad y sensibilidad en un tema que no suele tratarse así. Gracias por compartirlo.

Sara

A.Ruiz dijo...

Gracias a ti, Sara, por dedicarle tu tiempo. Y por el comentario.