jueves, 25 de abril de 2013

MADRE. LUNA.



   
 


     Vemos la misma luna. Una idéntica circunferencia brillante, plateada. Colgada de lo alto, suspendida sobre nuestras cabezas.  

     La misma para todos. La hermosa luna de los solitarios y los murciélagos. La bella y plateada y brillante luna. La luna femenina ordenando las mareas y los nacimientos de las gentes aquí abajo. Desde hace milenios, fría luna, inhóspita. Habitada sólo por las quimeras de poetas y enamorados.





         El niño se puso a llorar. Lloraba como si le fuera la vida en ello. Un lamento penetrante, dañino, cruel. Ella le sacó de la cuna y le meció entre los brazos. La luna lo veía todo desde allí arriba.
         El llanto no cesaba. El bebé se retorcía entre los brazos de la madre. Espasmos, quizá de dolor, o de miedo, o de... Quién sabe por qué lloran los niños. Quién sabe qué sueñan entre sus dulces sábanas de colores. Quizá piensan en el vientre que abandonaron tan bruscamente y se despiertan y se ven a merced de la vida; sin asideros; sin calor; sin latidos de un corazón cercano. Quizá sueñan con ese líquido templado, acogedor y silencioso; con el flotar alado de las entrañas maternas. Un mundo a la medida. Un mundo irremisiblemente perdido para siempre. Lo extraño sería que los niños no lloraran. Que se aclimataran a la hosquedad de la vida. Que se conformaran con la soledad del nacido en un mundo tan enorme y tan ajeno. Tan frío y tan cruel.

       “Llora por culpa de la luna, seguro. La luna le da miedo, igual que a mí. La luna es fría y cruel. Una mala madre”.
         Probó a cantar una nana. La misma que su madre le cantó a ella tantas veces. La tarareaba suave, casi un susurro. Pero el llanto era más poderoso que la música. El hijo no podía escuchar las notas tranquilizadoras. La carita congestionada. Los ojos apenas una raya negra. Un llanto incesante. El cuerpo diminuto se arqueaba como electrizado.  Los brazos estirados. Y las piernas. El himno del dolor.

-         ¡Haz callar al crío! ¡Vaya escandalera!

         Eso sí se oyó. La nana no. La destemplanza del padre fue más potente. Como siempre. Dejó al niño en la cuna. Cerró la puerta. Y volvió a su habitación.

-         No sé qué tiene. Algo le debe de doler. Y mucho.
-         ¡Tendrá hambre! ¡Pareces tonta, mujer!
-         Hambre no tiene. Le he dado el pecho hace una hora....
-         ¡Bah. Seguro que ni leche buena tienes!

         Y aquel hombre se dio media vuelta en la cama de matrimonio y se dispuso a seguir durmiendo.


         El reloj luminoso de la mesilla marcaba las dos. El hijo seguía llorando. La puerta cerrada amortiguaba algo el llanto, pero ella seguía oyendo aquel lamento desconsolado.  Volvió a la habitación infantil. Había ositos de peluche con los ojos de cristal. La miraban incómodos. A los ositos de peluche no les gusta que los niños lloren; les gusta jugar con ellos y dormir bien calientes en sus cunas. Los ositos de peluche se llevan mal con las madres. ¿Que por qué? Es fácil. Las madres se empeñan en meter a los ositos en la lavadora. Y eso es frío, molesto y mareante para un peluche. Así que los ositos la miraban de reojo, como disimulando; esperando que no fuera la hora de la colada.


         El bebé seguía con su llantina. Parecía imposible que no se agotara. Las manitas se agitaban en el aire, como espantando una mariposa invisible. Los nudillos blancos. La cara mudando al violeta.
          La madre lo tomó en brazos de nuevo. Y salió al pasillo para alejarse del dormitorio donde dormía su marido. Para no incomodarle, para que no se despertara vociferante.
          “Nana, nanita, nana”. Tarareaba la mujer. Y acunaba al hijo entre los brazos.

          Amanecieron los dos dormidos en el sofá. Ella no recordaba cuándo había cesado el llanto, ni cuándo se había echado allí con el niño y agotada. Y el corazón dio un salto en su pecho cuándo pensó que podía haber dejado caer al hijo o aplastarle con su cuerpo.  Respiró más tranquila al verle dormir plácido, acurrucado en su pecho. La boquita entreabierta y una media sonrisa instalada en los labios. Nadie sabe con qué sueñan los recién nacidos. O quizá sí. Seguramente flotan relajados en el vientre de su madre y esperan que el hecho de nacer haya sido sólo una pesadilla.

           “Menos mal que debe de haber un ángel de la guarda”.

-         ¿Hoy no se desayuna en esta casa?

         El grito del hombre hizo que ella abandonara la dulce visión de un ángel de la guarda. Cualquier dulce visión quedó borrada. Cogió al bebé con infinito cuidado y lo llevó hasta la cuna. Lo arropó y entornó la puerta.

-         No has venido a la cama en toda la noche.
-         Ya. Es que el niño no dejaba de llorar y no quería que te despertase. Ahora mismo te preparo el desayuno. En un momento estará.
-         Ya. Todo siempre en un momento. Pero nada en su momento. Eres un desastre. Me voy. Ya desayunaré en el bar.
-         ¡No, espera! No tardo nada.
-         Adiós.   


         El portazo siguió sonando en los oídos de la mujer durante mucho tiempo. Se abrochó la bata y puso la cafetera al fuego. Necesitaba café. Un café caliente y cargado, acogedor, dulce. Algo parecido a los que se veían en los anuncios de la tele. Gente encantadora, tomando ricos cafés en casas preciosas. Gente que se besaba y se abrazaba. Con niños que no lloraban. Nunca lloraban los niños de los anuncios. Reían. Reían a carcajadas y disfrutaban de sus culitos secos, sin escoceduras, de sus guapas mamás y sus elegantes papás. Disfrutaban de la vida. Y del amor. ¡Cuántas mentiras, todas juntas! Engañabobos. Trampas para incautos. O mejor, para incautas.

        El café borboteaba. Olía bien en la cocina. Cuando iba a coger la taza el niño empezó a llorar. Ahora sí era hambre. Ella conocía el llanto del hambre. Era diferente al de la noche. Dejó el café en la mesa y se desabrochó el camisón. El hijo buscó el pezón con ansiedad, como un animalillo hambriento y se aferró a la teta caliente y succionó la dulce leche de la madre. Y ella notaba fluir la vida en ese estrecho encuentro con aquel pedacito de carne de su carne, sangre de su sangre. Y los ojos del pequeño miraban a los ojos de la madre. Y ella devolvía la mirada con toda la ternura de quien ve la desgracia en el futuro del otro. ¿Qué será de ti, pobre hijo mío? ¿Será tu vida tan desgraciada como la mía? ¿Quién serás cuando crezcas?
         ¿Quiénes somos? Se preguntaba ella mientras el pequeño se alimentaba. ¿Quién soy?
          El bebé se durmió, agarrado aún al pezón de la madre. Plácido, relajado, rebosando la leche por las comisuras de los labios.
          Y se durmió ella también. Y soñó.
           Soñó con un largo viaje. Un viaje con el hijo en brazos y una ligera maleta como todo equipaje. El viaje sin retorno de los que nada tienen que perder, porque todo lo perdieron en algún recodo del escarpado camino. El viaje hacia una luz lejana. La magia de lo sólo imaginado.

         Cabalgaban ambos a lomos de un caballito, como los de los Tiovivos. Un  caballo blanco con el nombre pintado en la grupa, con doradas riendas, con crines perfectamente onduladas. Pero aquel animal no giraba sin fin en torno al eje de la barraca de feria. Aquel blanco caballo galopaba dichoso por algún lugar de la Vía Láctea. El camino estrellado que debe estar elaborado de la leche con que las madres amamantan a sus hijos. Esa dulce leche que sirve para crecer, y hacerse grandes, y perderse, sin remedio, en alguno de los múltiples recodos del escarpado camino.

         Flotaban. Madre e hijo, abrazados. En el diseño mágico de las estrellas debía aguardarles  un lugar donde guarecerse del dolor, de los gritos, de la mala vida. El desprecio. La indignidad. Los puñetazos. La miseria. La rabia. El odio. Los silencios. La soledad. La náusea.  Los moretones. Las comisuras sangrantes. Los ojos renegridos. Las lágrimas.

        Y soñó la madre que ese lugar existía. Y que el caballito blanco podría llevarles hasta allí, a ella y a su bebé dormido. Con el dulce balanceo arriba-abajo, arriba-abajo.

         Y soño la madre una nana perfecta. La nana de los sueños de todos los hijos acunados en brazos de las madres. La nana de la placidez, la calma y el bienestar. La nana de la vida, que ahuyenta el dolor, la rabia y la muerte. Y soñó la madre que, con aquella nana alada y dulce, podría preservar al hijo y preservarse a ella de lo maligno, lo oscuro y lo cruel.

         Dormía el niño. Dormía la madre.

         A su alrededor, el edificio bullía con las actividades de la mañana. Se oía a las mujeres reclamando rapidez a los escolares; el zumbido de una aspiradora; alguien batía huevos y el tenedor chocaba rítmicamente contra la superficie del plato; a alguien se le rompió un vaso; una radio gorgoteaba las noticias del recién comenzado día; la vecina de arriba dibujaba un taconeo urgente mientras se apresuraba porque iba a perder el autobús para el trabajo.

         Los sonidos de la vida, la vida que, a veces, se frena con un violento chirriar de estructuras. Pero que, a pesar de esas frenadas terribles, que dejan casi surcos en el asfalto del alma,  prosigue imparable. La vida. La que sobrevive a cada muerte cotidiana. A cada doloroso zarpazo. A los tenebrosos amaneceres. Al miedo.

            Volaron, madre e hijo, abrazados. Amamantados mútuamente de esa vida que damos sabiendo que el regalo caducará irremisible, como la luz de cada nuevo día.

            Cabalgaron hacia estrellas lejanas. Y lo hicieron tranquilos.

            Y el niño pudo jugar con el polvo infinito de las supernovas y los cometas, que era como oro molido en los cabellos de la madre. Brillante y luminoso.

            Y la luna, que todo lo sabe sobre mareas, mujeres y madres, sonrió.

2 comentarios:

Genosma dijo...

El poderoso influjo de la luna nos convierte en lunáticos a algunos y en selenitas a otros.

a_bolena dijo...

Ese ojo de la noche que todo lo ve, lo que no sabe pero no opina.