jueves, 18 de abril de 2013

La amante





Vivieron una extraña historia de amor.

Ajustaron ese tiempo en  que se amaron a una frase de Cortázar: Ven a mi cama, no haremos el amor, el amor nos hará.

Y el amor les hizo ver al uno en los ojos del otro, les hizo comprenderse, conocerse y, en último caso, destruirse. Se consumieron en una fogata tan intensa como efímera. Apenas tardaron unos meses en comprender que el amor no les hizo, los destruyó a ambos y cada uno, incendiados en una pelea por saber si todo se puede compartir o el alma se queda sola por mucho que los cuerpos se enreden en dulces batallas.

La amante, mientras tanto, se consumía también en una soledad angustiada, viendo el naufragio por anticipado, sabiendo que nadie podría darle a él aquello que ansiaba, porque ansiaba una perfección que no existía en el mundo real. Un estado de tal plenitud que quizá sólo es posible hallar en los recodos de las tumbas, en épocas remotas, en sueños imposibles y exactos.
Nada más lejos de la exactitud que el amor, o que el falso amor o que la falsa realidad que nos hace compartirnos cuando ni siquiera nos comprendemos al quedar a solas.

La amante era consciente de la difícil soledad de él. De sus pesadillas. Sus terrores. Sus anhelos. De qué le provocaba dolor o qué le proporcionaba placer. De qué huía y hacia dónde escapaba.
La amante se llamaba así a sí misma no porque fuera un amor escondido o prohibido, sino porque sabía, desde el día en que lo conoció, que amaría a ese hombre hasta el final, pasara lo que pasara con sus vidas, con sus sueños, con sus muertes respectivas. Desde niña soñó con un amor así, de los que sobreviven a la tumba, al más allá que no existe. Ahora lo había encontrado en un hombre, en ese hombre que iniciaba planes con otra mujer, que se refugiaba en brazos ajenos, que gustaba las mieles de otro cuerpo y el ansioso descubrimiento de otra alma que esperaba gemela a la suya.
La amante sabía que eso era imposible, que las almas gemelas no existen sobre la Tierra, que acaso hay extraños momentos de sintonía como los que ellos mismos habían disfrutado. Inolvidables instantes  en los que todo fluye como debe, en que la plenitud parece alcanzable y nos invade ese precioso silencio en el que hablar es innecesario, en que sólo se puede sentir cómo el otro eres tú y tú eres el otro.
Callaba. Prefería no decir palabras que pueden doler cuando el mundo del amado se resume en un cuerpo ajeno, en un alma extraña.
Callaba. Sentía un dolor profundo, pero callaba, incapaz de que los celos se impusieran al amor y la hicieran desgraciada a ella y objeto del odio de él. Eso lo tenía claro. Él podría acabar odiando a la mujer que sabía casi todos sus secretos, no por saberlos, sino por conocer su alma quizá mejor que nadie en toda su existencia, quizá incluso más que él mismo. Y tener el alma desnuda nos hace vulnerables.
La amante lloraba a solas, sin que nadie pudiera ver sus lágrimas, pero no había vergüenza en ese reguero salado que le surcaba las mejillas sin previo aviso. Las escondía como trofeos de ese amor imposible, como prueba incluso de que el amor existía más allá de lo real, más allá de lo posible, más allá del ser amado y de ella misma. Y la madurez se le tornó en lágrimas porque ella sabía, porque ella adivinaba, porque se lloraba por anticipado por el dolor que preveía en él.
Deseaba acaso equivocarse. Deseaba que su clarividencia fuera una falsa percepción, que nada malo sucediera. Deseaba ser para él el escudo que protege de cualquier mal, hasta del que él mismo se causaba o se causaría. Deseaba ser eterna, para protegerle más allá de la muerte y de los sueños posibles. Pero no lo era, nadie lo era. No existe la eternidad. Para el amor tampoco. Pero el tiempo de desdicha es más inacabable que el de felicidad y el de soledad mucho más amplio que el de perfecta compañía.
De él aprendió muchas cosas. Quizá la principal que los sueños rara vez se realizan y si se realizan dejan de ser sueños y en la realidad todo es imperfecto.
De él aprendió a aquilatar sentimientos, a frenar ímpetus, a atesorar el tiempo de estar juntos y solos. Ahora que ella había aprendido esta difícil lección, él la olvidaba veloz en brazos de otra. Le parecía injusto, pero es que nada hay justo en lo tocante a sentimientos. El mundo está lleno de gentes abandonadas por quienes parecían en verdad amarles, repleto de solitarios que añoran compañía y de acompañados que anhelan soledades. El mundo está lleno de infelicidades que se regurgitan a ratos dando voces, o definitivamente, optando por el suicidio. Morir por amor parece heroico pero es cobarde. Morir es rendirse porque sabes que nunca te amarán como tú amas; mejor aún, que nunca amarás como te aman.
La amante lamentó una y mil veces no haberse entregado por completo, no haberse fundido con él, cuerpo y alma entrelazados. Pero ya era tarde. Siempre era tarde en lo tocante al amor. Y la desdicha le había invadido hasta el último poro y no sabía cómo desalojarla sin arrancarse al mismo tiempo tiras de piel, gajos del alma, su ser completo. Él le habló de trenes perdidos, de tiempo escapado, de necesidades nunca satisfechas. Ella le habló de la esperanza en lo por venir, de la búsqueda de la felicidad como se busca una esmeralda entre trozos de vidrio, de la dificultad de hallar al complementario.
La amante calló, sin embargo, la imposibilidad profunda de olvidar la dicha, la piel y los besos, las caricias, los orgasmos, la locura a dos. Danza perfecta. Calló también las dudas. Y el miedo. La desdicha. Disfrazó como pudo los celos. La tristeza. El ahogo que le oprimía el pecho, que le anestesiaba los sentidos hasta impedirle dormir, comer y respirar. Era su secreto ése, el del padecimiento profundo por un imposible amor, por la lejanía del alma amada, del cuerpo esquivo. Por un silencio tan opresivo que le estallaba por dentro. Una carga de profundidad que le minó el alma en un solo estallido y la convirtió en submarino varado en profundas arenas abisales. Échame un cable, le pidió. Pero él ya no podía escucharla,  al hundirse se alejaba de esa felicidad de él, que le hacía volar como nunca antes había logrado. Ella al fondo, él en lo alto. Y la rueda girando loca, sin eje, descabalada toda.
La amante. Escorada. Sumergida. Invisible.


Cuando se consumó el desastre, cuando todas las sospechas se confirmaron, cuando la realidad se impuso a cualquier pesadilla para empeorarla, la amante supo que nunca recuperaría el lugar perdido, esa plaza de la que la habían echado a empujones, a mentiras, a deseos siempre insatisfechos. Aún se sintió peor, aún se supo más innecesaria, más prescindible, más sola.
Eternamente sola, aguardando nuevas rutas en la vida del amado, que otra mujer llegara y se quedara o se fuera, que lo mismo daba. Nunca jamás recuperaría su hueco, ese lugar en un corazón que aún no sabía nada, que nunca entendería lo ocurrido ni lo que estaba por ocurrir.
Hubo un tiempo casi feliz. Fue antes de que todo se consumara. Ese instante que se escapa presuroso y en el que casi todo es posible. El reino de lo posible. En ese momento en el que sólo ellos estaban, en el que sólo ellos eran importantes, el futuro no existía (nunca existe).


1 comentario:

a_bolena dijo...

mencantao! lo he leído tre veces, tres veces he suspirado...