jueves, 2 de mayo de 2013

La magia y el miedo



 




Las historias se enhebran unas con otras, como un collar de cuentas de colores, así que los recuerdos de la niñez van tirando de un hilo invisible guardado quién sabe dónde.
Me daba miedo el bosque. Transigía en ir porque era obligatorio casi, porque el padre, cazador, gustaba de enseñarme los recovecos, los abrigos, la hondura húmeda de los helechos.
En el bosque se adivinaban las brujas, algún ogro, duendes que se molestaban si invadías su territorio. Entre las copas inmensas de las hayas, sobre todo en otoño, cuando el rojo las hace incendiarse en estallidos de color, anidaban dios sabe qué extraños monstruos alados, que guardaban silencio cuando yo me acercaba pisando con cuidado para no caerme…
El silencio, eso era lo peor del bosque. Una quietud de fiera que acecha, peligrosa. Una respiración en la caverna verde, el temblor de una rama, el crujido de las hojas ya vencidas en el suelo.
El musgo, húmedo, con el tacto de ser vivo, un alga sin mar con aromas de moho, enredadera verde oscuro ligada a las piedras como lapa en las rocas submarinas.
Sí, tiene una cualidad marina el bosque, mareas en las entrañas más oscuras, viejos monstruos en las profundidades y aromas de humedades antiguas, de humus, descomposición y muerte.
Me daba miedo el bosque. Ahora añoro todas esas aventuras que sólo vivía en mi cabeza y el reflejo del otoño en las hayas incendiadas. El intenso sabor de unas fresas silvestres, las castañas regaladas, las manchas de las moras recién maduradas y las misteriosas setas que podían ser venenosas…
No sé si seguirán en pie aquellos bosques de la infancia o si se habrán convertido en urbanizaciones con piscina y campo de golf. En cualquier caso, los mejores bosques suelen ser los que guardamos en la memoria: en ellos no hay forma de perderse porque nos sirven para encontrarnos.

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