jueves, 29 de agosto de 2013

La historia de R.







La historia de R. es tan necesariamente breve como su vida. A los 19 muerto, apuñalado, hallado su cuerpo en una casa abandonada y, como gusta decir a la sección de sucesos “en avanzado estado de descomposición”.
La historia de R. para los periódicos termina ahí. También empieza ahí, porque nunca a nadie antes le había interesado la vida de un hijo de una madre enferma y un padre encarcelado. La vida de alguien que a los 9 años ya trapicheaba (por mandato de sus mayores) y sabía, él mismo lo decía, que jamás cumpliría los 30.
Ni los 20 llegó a cumplir.
La historia de R. me la ha contado A. que le escuchó, le atendió e intentó ayudarle a salir de un laberinto atroz.
Pero no fue suficiente. No hay medios para gente como R., esa gente que nace porque de algo hay que morir y cuyas vidas son perfectamente prescindibles para una sociedad que ya no mira, que no ve, que no quiere ver la miríada de R. que sale de las entrañas de familias (como también se dice en la prensa) “desestructuradas”.
La historia de R. que fue cosido a puñaladas en las afueras, en una casa abandonada, en la soledad y el miedo. Sin consuelo.
Hay más R. Muchos, miles, cientos de miles.
Y muy pocas A. que intenten abrazarlos y hacerles ver que hay salidas en todos los laberintos, por escondidas que estén, por mucho que a los R. del mundo se las escaqueen en un juego de magia siniestro.

1 comentario:

Gabriela Revel dijo...

Carta Abierta a R.

Diecinueve puñaladas dice Ana que te llevaste.

Diecinueve veces que te mataron. Cosido a puñaladas,dicen, cuando es mentira- Cada puñalada sólo te descosió carne y venas hasta matarte.

Lo duro de esto, para mí que sigo viva, es saber que fue casualidad.

Casualidad que yo no estuviera en tu sitio. Casualidad geográfica, casualidad genética.

Nací en otro sitio mejor, más cómodo, más seguro, más alto, más educado. Por casualidad. Podrían muy bien mis padres haber fornicado en otro sitio, y me hubiera tocado otro destino. Como el tuyo, quizás. Morir apuñalada pasando mierda en algún descampado.

Y no es tanto que me importe lo que te pasara a ti, concretamente a ti. De hecho, si nos hubiéramos cruzado, tú hubieras mirado con ansiedad mi bolso, y yo hubiera sentido miedo.

Lo que me reta de tu muerte, de tu existencia, de la casualidad que nos ata a la vez que nos separa, es cuántos hay como tú. Cuántos. ¡Cuántos!

De todos esos cuántos, ¿de cuántos soy responsable?

Directa indirecta me es igual.

Los tipos como tú nacen desconocidos y se mueren desconocidos. Pero el mundo que te mata, lo hacemos también gente como yo. De esas y esos que por casualidad fuimos a nacer en un sitio más protegido.

Así que lo único que puedo hacer hoy, es este acto inútil: escribir esta nota. Y también, ponerte nombre. Para mi ya no serás el anónimo R sino Roberto: así se llama mi hermano. Si te vale, te lo quedas.

Y lo otro que te digo, es que al morirte y hacerlo de manera que yo me enterara, y dejar de ser un muerto anónimo en un descampado, has hecho mucho más que quitándome el bolso.

Me has quitado, para siempre, la impunidad y las excusas.

Descansa, por fin, chaval. Te lo has ganado.