Vemos
la misma luna. Una idéntica circunferencia brillante, plateada. Colgada de lo
alto, suspendida sobre nuestras cabezas.
La misma para todos. La hermosa luna de
los solitarios y los murciélagos. La bella y plateada y brillante luna. La luna
femenina ordenando las mareas y los nacimientos de las gentes aquí abajo. Desde
hace milenios, fría luna, inhóspita. Habitada sólo por las quimeras de poetas y
enamorados.
El niño se puso a llorar. Lloraba como
si le fuera la vida en ello. Un lamento penetrante, dañino, cruel. Ella le sacó
de la cuna y le meció entre los brazos. La luna lo veía todo desde allí arriba.
El llanto no cesaba. El bebé se
retorcía entre los brazos de la madre. Espasmos, quizá de dolor, o de miedo, o
de... Quién sabe por qué lloran los niños. Quién sabe qué sueñan entre sus
dulces sábanas de colores. Quizá piensan en el vientre que abandonaron tan
bruscamente y se despiertan y se ven a merced de la vida; sin asideros; sin
calor; sin latidos de un corazón cercano. Quizá sueñan con ese líquido
templado, acogedor y silencioso; con el flotar alado de las entrañas maternas.
Un mundo a la medida. Un mundo irremisiblemente perdido para siempre. Lo
extraño sería que los niños no lloraran. Que se aclimataran a la hosquedad de
la vida. Que se conformaran con la soledad del nacido en un mundo tan enorme y
tan ajeno. Tan frío y tan cruel.
“Llora por culpa de la luna, seguro. La
luna le da miedo, igual que a mí. La luna es fría y cruel. Una mala madre”.
Probó a cantar una nana. La misma que
su madre le cantó a ella tantas veces. La tarareaba suave, casi un susurro.
Pero el llanto era más poderoso que la música. El hijo no podía escuchar las
notas tranquilizadoras. La carita congestionada. Los ojos apenas una raya
negra. Un llanto incesante. El cuerpo diminuto se arqueaba como
electrizado. Los brazos estirados. Y las
piernas. El himno del dolor.
-
¡Haz callar al crío! ¡Vaya
escandalera!
Eso sí se oyó. La nana no. La
destemplanza del padre fue más potente. Como siempre. Dejó al niño en la cuna.
Cerró la puerta. Y volvió a su habitación.
-
No sé qué tiene. Algo le debe de
doler. Y mucho.
-
¡Tendrá hambre! ¡Pareces tonta,
mujer!
-
Hambre no tiene. Le he dado el
pecho hace una hora....
-
¡Bah. Seguro que ni leche buena
tienes!
Y aquel hombre se dio media vuelta en
la cama de matrimonio y se dispuso a seguir durmiendo.
El reloj luminoso de la mesilla
marcaba las dos. El hijo seguía llorando. La puerta cerrada amortiguaba algo el
llanto, pero ella seguía oyendo aquel lamento desconsolado. Volvió a la habitación infantil. Había ositos
de peluche con los ojos de cristal. La miraban incómodos. A los ositos de
peluche no les gusta que los niños lloren; les gusta jugar con ellos y dormir
bien calientes en sus cunas. Los ositos de peluche se llevan mal con las
madres. ¿Que por qué? Es fácil. Las madres se empeñan en meter a los ositos en
la lavadora. Y eso es frío, molesto y mareante para un peluche. Así que los
ositos la miraban de reojo, como disimulando; esperando que no fuera la hora de
la colada.
El bebé seguía con su llantina.
Parecía imposible que no se agotara. Las manitas se agitaban en el aire, como
espantando una mariposa invisible. Los nudillos blancos. La cara mudando al
violeta.
La madre lo tomó en brazos de nuevo.
Y salió al pasillo para alejarse del dormitorio donde dormía su marido. Para no
incomodarle, para que no se despertara vociferante.
“Nana, nanita, nana”. Tarareaba la
mujer. Y acunaba al hijo entre los brazos.
Amanecieron los dos dormidos en el
sofá. Ella no recordaba cuándo había cesado el llanto, ni cuándo se había
echado allí con el niño y agotada. Y el corazón dio un salto en su pecho cuándo
pensó que podía haber dejado caer al hijo o aplastarle con su cuerpo. Respiró más tranquila al verle dormir
plácido, acurrucado en su pecho. La boquita entreabierta y una media sonrisa
instalada en los labios. Nadie sabe con qué sueñan los recién nacidos. O quizá
sí. Seguramente flotan relajados en el vientre de su madre y esperan que el
hecho de nacer haya sido sólo una pesadilla.
“Menos mal que debe de haber un
ángel de la guarda”.
-
¿Hoy no se desayuna en esta casa?
El grito del hombre hizo que ella
abandonara la dulce visión de un ángel de la guarda. Cualquier dulce visión
quedó borrada. Cogió al bebé con infinito cuidado y lo llevó hasta la cuna. Lo
arropó y entornó la puerta.
-
No has venido a la cama en toda la
noche.
-
Ya. Es que el niño no dejaba de
llorar y no quería que te despertase. Ahora mismo te preparo el desayuno. En un
momento estará.
-
Ya. Todo siempre en un momento.
Pero nada en su momento. Eres un desastre. Me voy. Ya desayunaré en el bar.
-
¡No, espera! No tardo nada.
-
Adiós.
El portazo siguió sonando en los oídos
de la mujer durante mucho tiempo. Se abrochó la bata y puso la cafetera al
fuego. Necesitaba café. Un café caliente y cargado, acogedor, dulce. Algo
parecido a los que se veían en los anuncios de la tele. Gente encantadora, tomando
ricos cafés en casas preciosas. Gente que se besaba y se abrazaba. Con niños
que no lloraban. Nunca lloraban los niños de los anuncios. Reían. Reían a
carcajadas y disfrutaban de sus culitos secos, sin escoceduras, de sus guapas
mamás y sus elegantes papás. Disfrutaban de la vida. Y del amor. ¡Cuántas
mentiras, todas juntas! Engañabobos. Trampas para incautos. O mejor, para
incautas.
El café borboteaba. Olía bien en la
cocina. Cuando iba a coger la taza el niño empezó a llorar. Ahora sí era hambre.
Ella conocía el llanto del hambre. Era diferente al de la noche. Dejó el café
en la mesa y se desabrochó el camisón. El hijo buscó el pezón con ansiedad,
como un animalillo hambriento y se aferró a la teta caliente y succionó la
dulce leche de la madre. Y ella notaba fluir la vida en ese estrecho encuentro
con aquel pedacito de carne de su carne, sangre de su sangre. Y los ojos del
pequeño miraban a los ojos de la madre. Y ella devolvía la mirada con toda la
ternura de quien ve la desgracia en el futuro del otro. ¿Qué será de ti, pobre
hijo mío? ¿Será tu vida tan desgraciada como la mía? ¿Quién serás cuando
crezcas?
¿Quiénes somos? Se preguntaba ella
mientras el pequeño se alimentaba. ¿Quién soy?
El bebé se durmió, agarrado aún al
pezón de la madre. Plácido, relajado, rebosando la leche por las comisuras de
los labios.
Y se durmió ella también. Y soñó.
Soñó con un largo viaje. Un viaje
con el hijo en brazos y una ligera maleta como todo equipaje. El viaje sin
retorno de los que nada tienen que perder, porque todo lo perdieron en algún
recodo del escarpado camino. El viaje hacia una luz lejana. La magia de lo sólo
imaginado.
Cabalgaban ambos a lomos de un
caballito, como los de los Tiovivos. Un
caballo blanco con el nombre pintado en la grupa, con doradas riendas,
con crines perfectamente onduladas. Pero aquel animal no giraba sin fin en
torno al eje de la barraca de feria. Aquel blanco caballo galopaba dichoso por
algún lugar de la Vía Láctea. El camino estrellado que debe estar elaborado de
la leche con que las madres amamantan a sus hijos. Esa dulce leche que sirve
para crecer, y hacerse grandes, y perderse, sin remedio, en alguno de los
múltiples recodos del escarpado camino.
Flotaban. Madre e hijo, abrazados. En
el diseño mágico de las estrellas debía aguardarles un lugar donde guarecerse del dolor, de los
gritos, de la mala vida. El desprecio. La indignidad. Los puñetazos. La
miseria. La rabia. El odio. Los silencios. La soledad. La náusea. Los moretones. Las comisuras sangrantes. Los
ojos renegridos. Las lágrimas.
Y soñó la madre que ese lugar existía.
Y que el caballito blanco podría llevarles hasta allí, a ella y a su bebé
dormido. Con el dulce balanceo arriba-abajo, arriba-abajo.
Y soño la madre una nana perfecta. La
nana de los sueños de todos los hijos acunados en brazos de las madres. La nana
de la placidez, la calma y el bienestar. La nana de la vida, que ahuyenta el
dolor, la rabia y la muerte. Y soñó la madre que, con aquella nana alada y
dulce, podría preservar al hijo y preservarse a ella de lo maligno, lo oscuro y
lo cruel.
Dormía el niño. Dormía la madre.
A su alrededor, el edificio bullía con
las actividades de la mañana. Se oía a las mujeres reclamando rapidez a los
escolares; el zumbido de una aspiradora; alguien batía huevos y el tenedor
chocaba rítmicamente contra la superficie del plato; a alguien se le rompió un
vaso; una radio gorgoteaba las noticias del recién comenzado día; la vecina de
arriba dibujaba un taconeo urgente mientras se apresuraba porque iba a perder
el autobús para el trabajo.
Los sonidos de la vida, la vida que, a
veces, se frena con un violento chirriar de estructuras. Pero que, a pesar de
esas frenadas terribles, que dejan casi surcos en el asfalto del alma, prosigue imparable. La vida. La que sobrevive
a cada muerte cotidiana. A cada doloroso zarpazo. A los tenebrosos amaneceres.
Al miedo.
Volaron, madre e hijo, abrazados.
Amamantados mútuamente de esa vida que damos sabiendo que el regalo caducará
irremisible, como la luz de cada nuevo día.
Cabalgaron hacia estrellas lejanas.
Y lo hicieron tranquilos.
Y el niño pudo jugar con el polvo
infinito de las supernovas y los cometas, que era como oro molido en los
cabellos de la madre. Brillante y luminoso.
Y la luna, que todo lo sabe sobre
mareas, mujeres y madres, sonrió.
2 comentarios:
El poderoso influjo de la luna nos convierte en lunáticos a algunos y en selenitas a otros.
Ese ojo de la noche que todo lo ve, lo que no sabe pero no opina.
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