Las historias se
enhebran unas con otras, como un collar de cuentas de colores, así que los
recuerdos de la niñez van tirando de un hilo invisible guardado quién sabe
dónde.
Me daba miedo el
bosque. Transigía en ir porque era obligatorio casi, porque el padre, cazador,
gustaba de enseñarme los recovecos, los abrigos, la hondura húmeda de los
helechos.
En el bosque se
adivinaban las brujas, algún ogro, duendes que se molestaban si invadías su
territorio. Entre las copas inmensas de las hayas, sobre todo en otoño, cuando
el rojo las hace incendiarse en estallidos de color, anidaban dios sabe qué
extraños monstruos alados, que guardaban silencio cuando yo me acercaba pisando
con cuidado para no caerme…
El silencio, eso
era lo peor del bosque. Una quietud de fiera que acecha, peligrosa. Una
respiración en la caverna verde, el temblor de una rama, el crujido de las
hojas ya vencidas en el suelo.
El musgo, húmedo,
con el tacto de ser vivo, un alga sin mar con aromas de moho, enredadera verde
oscuro ligada a las piedras como lapa en las rocas submarinas.
Sí, tiene una
cualidad marina el bosque, mareas en las entrañas más oscuras, viejos monstruos
en las profundidades y aromas de humedades antiguas, de humus, descomposición y
muerte.
Me daba miedo el
bosque. Ahora añoro todas esas aventuras que sólo vivía en mi cabeza y el
reflejo del otoño en las hayas incendiadas. El intenso sabor de unas fresas
silvestres, las castañas regaladas, las manchas de las moras recién maduradas y
las misteriosas setas que podían ser venenosas…
No sé si seguirán
en pie aquellos bosques de la infancia o si se habrán convertido en
urbanizaciones con piscina y campo de golf. En cualquier caso, los mejores
bosques suelen ser los que guardamos en la memoria: en ellos no hay forma de
perderse porque nos sirven para encontrarnos.
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