jueves, 11 de abril de 2013

Maldito olvido






En el recodo más oscuro del pasillo brillaban sus ojos. Siempre fue su mirada la que me dio la medida de las cosas.
Fruncido el ceño, empequeñecidos, o abiertos de par en par, absortos en su propia sorpresa, sus ojos eran ella. O era ella quien habitaba tras sus ojos, la mirada alerta hasta que el sueño ganaba la pequeña batalla de las noches.
No hubo un día a recordar. Ese día aciago del que se habla cuando surge un dolor, la urgencia perentoria de una ambulancia, el desastre de hierros retorcidos en un accidente. No. No fue un tiempo concreto aquél en que el brillo fue apagándose. No hubo forma de llevar contabilidad del robo funesto de la luz en los ojos de ella. Simplemente se fundió en negro, como pasa en las películas cuando el director quiere cambiar de escena y se ahorra el trabajo de idear otra transición.
Así que ella, tan presumida, tan perfecta, tan marimandona y repeinada, por un momento fue protagonista del largometraje y cuando volvió la luz a la escena de su vida, los ojos ya se le habían apagado.
El salto mortal sin red. El guiñapo inerte en el centro de la pista. Las pelotas de los malabares rodando sin ton ni son.
-          ¿Qué te gusta hacer?
-          Me gusta… me gusta… ¡ser presumida!
Y se pasa la mano delgadita por el pelo entrecano y busca en el bolso esa barra de labios que da la medida de lo presumida y coqueta que es, que era, que quisiera seguir siendo.

-          Aquí vas a estar muy bien. Tendrás nuevas amigas, podrás jugar a muchas cosas y el cocinero hace unas comidas buenísimas.
-          ¿Vuelvo al colegio?
-          Bueno… sí, es como un colegio.
-          Soy vieja para ir al cole otra vez. Vieja no, mayor. ¿Y podré ver la tele?

La maldita pantalla encendió la mecha. Esa compañera parpadeante, siempre encendida, siempre vomitando imágenes. Hablaba con ella. Le reñía. Discutía. Se enfadaba o se reía como una niña chica que ha encontrado la muñeca de porcelana perdida en el desván años y años.
Él, mientras tanto, estaba ciego. Ignoró los avisos, las señales de alarma, las pistas que van dejando un reguero leve pero pertinaz.
El puchero puesto al fuego sin nada en su interior.
La ropa sucia, preñada de lamparones. El abrigo en verano. La misma bata siempre. El pelo desastrado.
Y sus ojos. Sobre todo sus ojos perdidos en un laberinto de donde nadie sale. El juego maldito de pasen y vean los recovecos del alma que no se encuentra a sí misma. La fuga del ingenio.
Antes fueron las primeras añagazas. Una leve repetición de las preguntas que yo le hacía para intentas ganar tiempo mientras buscaba la respuesta en un lugar ignoto.
-          ¿Qué tal has dormido?
-          ¿Qué tal he dormido?
Y rápidamente, disimulando, respondía: Bien, gracias. Muy bien.
El salto fue cuando la primera persona desapareció de sus frases, cada vez más breves, sustituido –ya sin disimulo- por el eco mismo de lo preguntado.
-          ¿Qué has comido hoy?
-          Qué has comido hoy…
Y la respuesta se paseaba lenta entre el silencio. Y se le abría la boca queriendo decir más. Y repetía siempre un mismo menú aprendido como los niños chicos repiten las tablas de multiplicar sin entender nada.

Moverse entre fantasmas. Peregrinos de la nada. Sombras de seres vivos. Ecos de voces. Gritos acaso.
En las paredes dibujos infantiles. Estamos en otoño. Es el día cinco de octubre del año dos mil ocho. Es domingo.
Y las hojas secas del cerezo del jardín prendidas con adhesivo en el corcho. Retorcidas. Marrones. Yertas. Muertas.
Y la televisión vomitando necedades. La revista de colores se le cae de la falda. Dormita. Descansa. Se ausenta. ¿Acaso sueña?
Ojalá pueda soñar con ese tiempo ido en que los cerezos florecían y ella, niña aún en la huerta del padre, era capaz de saber que la primavera volvía, que en verano cosecharían los frutos rojos y que la madre le diría, como cada año: ¡Ten cuidado que las manchas de la cereza no se quitan!
El tiempo hermoso de los novios, del esplendor en una hierba infinitamente verde, lozana y fresca.
Ahora no sabe en qué día vive o no vive. Ahora ignora quién es. Tampoco sabe quién soy yo, pero poco importa.
La ninfa Eco ha decidido habitar en su cuerpo menudo y translúcido. Entre las hebras de sus canas y su cerebro enfermo. Le hace repetir palabras como si también a ella la hubieran descuartizado y esparcido sus restos por todos los confines. Pero ya no tiene fuerzas para completar las frases porque también le han robado la memoria. Así que se le quedan las preguntas colgadas en el aire, detenidas en un soplo que nada quiere decir.
-          ¿Qué has…?
Y vuelve la cabeza como si se avergonzara de ser capaz de recordar tan poca cosa y se queda mirando a la pared, como si se castigara.

¡Comido! Dice al cabo de media hora, cuando consigue seguir el rastro del olvido. Pero ya no salen más palabras de su boca y parece que sonriera,  como si fuera de veras una niña caprichosa, presumida y algo malvada que no habla porque no quiere. Sencillamente porque no le da la gana.
Tampoco quiere comer. O parece que no quiere. O no sabe qué hacer con esa cuchara repleta de puré que se le queda a medio camino entre el plato y la boca, suspendida en el aire, enfriándose.
-          ¡Vamos, que se te va el santo al cielo!
Dice perentoria la mujer de blanco. Y ella le lanza una mirada a cámara lenta y también a cámara lenta consigue poner la cuchara en la boca entreabierta.
Cuando la bajan al jardín no mira al espejo del ascensor. Quizá no quiere verse. Quizá si logra verse no se reconozca. Acaso si se reconoce crea que vive una pesadilla y que despertará pronto.
Tan guapa como era, tan presumida y repeinada, tan lozana con sus tacones altivos.





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