Bajaba
por la calle recién regada y, a pesar de llevar puestos aún los zapatos
de fiesta, no le importó que se mojaran. Sí recogió un poco la falda de
satén para que los adoquines no dejasen un rastro de barro en la tela
tornasolada.
Caminaba tranquila. Sonreía su boca. Los labios aún guardaban restos del carmín que, horas antes, había perfilado con esmero.
Detuvo el primer carruaje que encontró, ya llegando a la Plaza Mayor, y dio al cochero la dirección de su casa en las afueras.
Cerró los ojos y recordó las últimas horas.
El último orgasmo.
El
extraño rictus en la cara de él cuando, soltándose la melena, desnuda y
poderosa encabalgada sobre el hombre, usó la larga aguja japonesa que le
sujetaba el moño para atravesarle, con extraordinaria precisión y
limpieza, la yugular.
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