En la vieja Navidad
éramos niños y teníamos luces y futuro.
En aquella Navidad
infantil todo era bueno, hasta la nieve.
Las manos ateridas y
el corazón cálido.
Se marchó por donde
vino aquel tiempo de castañas asadas, de una pandereta rara que no sabíamos
tañer, del aroma a la sopa de pescado y la compota cociéndose despacio en el
puchero de hojalata.
Y ahora tenemos frío
en el corazón, las manos vacías y apesta el aire a las tristezas que se
consumen con el año, que alimentarán otras nuevas que han de venir porque
siempre vienen.
Y ahora somos viejos
para todo y quisiéramos tener una chimenea, como entonces, para ver cómo juegan
las llamas lamiendo el tronco grande. Cómo esas lenguas de fuego se deslizan y
se atrapan y se mecen y crepitan.
Y quisiéramos tener a
la abuela que guisaba.
Al padre que sonreía
adornando el árbol grande, haciendo ríos con papel de aluminio y elevando
montañas con escayola.
Y las casitas
diminutas de corcho, donde vivían los niños a quienes el malvado Herodes iba a
mandar matar.
En la vieja Navidad.
Cuando niños.
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