domingo, 17 de febrero de 2013

Neptunalia




 

Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la muerte canta noche y día su canción sin fin.
Rabindranath Tagore

1


Hay cosas que no son nada fáciles de explicar. No, nada fáciles.
Pues bien, aquélla fue, hasta que el atardecer empezó a deslizarse por todos los rincones de la ciudad, una jornada sin sobresaltos.
Estaba cansada; había pasado todo el día intentando descifrar  los entresijos de una traducción del latín. Hasta ese momento creía que Horacio era para mí un viejo conocido, sin embargo, algo en aquellas frases me desconcertó. Se trataba de un poema menor, casi un divertimento, dedicado a Neptuno, el dios del mar, y a su esposa, Anfitrite. El objeto de mi trabajo era hacerles llegar ese texto a mis alumnos para que lo analizaran, pero era primordial que yo tuviera el control sobre las frases, su sentido y su finalidad. Pues bien, me resultó imposible.
Se refería Horacio –mucho más famoso por su “carpe diem, carpe horam”-, a un laberinto, un dédalo intrincado que recorría el mundo entero conocido y aun lo ignoto, lo remoto, lo por descubrir. Huelga decir que este mismo poema ya había sido objeto de otras traducciones, pero yo no recordaba haber leído nunca nada referido a un laberinto, como si los “traductores-traidores” hubieran evitado esas líneas, omitido el párrafo a propósito. Pensé que la traidora era mi memoria y seguí trabajando en aquel hermoso latín que acabaría muriendo de inanición puesto que nadie lo quería estudiar ya.
Horacio, hijo de esclavo, renovaba sus versos en el equilibrio, en el amor a la vida. Todo un ejemplo.
Empuño ahora la pluma  con el deseo de que lo que viví en esas horas, lo que sigo viviendo ahora mismo y espero que por toda la eternidad,  no se olvide.
En el verso se hablaba del hombre “bienhablado”, que murió de su propia mano (mortem sibi consciscere o propria se manu interfecit)[1] ante el Dios de los Océanos; luego, el párrafo críptico del laberinto y mi sensación de impotencia e incomprensión ante la lectura.
Decidí dejar en ese momento el trabajo. Sabía que después, quizá esa misma noche, se haría la luz y entendería las claves ocultas.
Salí a la calle.
Octubre se desperezaba sobre la ciudad con sus días más cortos. Casi se adivinaba ya el olor a castañas asadas y las gentes se apresuraban para regresar a casa, el frío los echaba de la calle.
Quise desconectar aprovechando el paseo ciudadano, olvidarme de latines y Horacios y no pensar en nada especial, pero me conozco bien y cuando intento aclarar alguna duda, o recordar un simple nombre que no me viene a la memoria ipso facto soy capaz de darle vueltas hasta el infinito, hasta pescar en alguna neurona el dato perdido o esquivo. Así sucedió en aquella jornada, en aquel paseo azaroso que me llevó, sin que mi cabeza guiara a mis piernas, hasta la entrada del Campo Grande que linda con el Paseo de Zorrilla, pero muy arriba ya, casi en Filipinos. La tierra estaba reblandecida. Había huellas de pies pequeños, los niños que acudían a los columpios a la salida del colegio. Nadie habitaba ya a esa hora los juegos infantiles. Las farolas lucían para mí sola, que pugnaba con el barro en mis zapatos, hasta que decidí que  daba lo mismo mancharme o no, nadie iba a verme tiznada porque volvería a casa en soledad, como siempre.
No quería adentrarme mucho en el jardín, sólo disfrutar del extraño recogimiento del paisaje cuando atardece; jugar a que era mía toda esa extensión verde y húmeda. Yo, la potentada dueña del Campo Grande. Un parque entero en el centro de la ciudad en donde sólo dejaría entrar a quien me diera la gana, como el Gigante Egoísta hizo con su jardín, aunque la experiencia no le fue muy bien, la verdad.
En el primer recodo sentí un escalofrío. Una sombra me miraba, inmóvil, desde un entramado de plantas que quizá fueran bambúes. No, no eché a correr. Me limité a quedarme quieta, notando cómo los tacones se hundían un poquito más en el barrizal y pensé que tendría que descalzarme para salir huyendo, o ponerme a gritar, o ambas cosas.
La sombra seguía inmóvil, como yo, quizá atrapada también en el barro porque no podía ver sus pies. Mi respiración era agitada, pero intenté contenerla para que el silencio me convirtiera también a mí en sombra y quizá esa aparición se esfumara, asustada de mi presencia. Pero no. Nada ocurría. Pasó un rato que se me hizo muy largo. Despegué el pie izquierdo del lecho blando y di un paso atrás. Luego otro. Otro más. Retrocedía muy despacio y cada vez con menos miedo, puesto que nada sucedía. La sombra estaba quieta y la oscuridad avanzaba, aunque mi vista se iba acostumbrando a desentrañar las tinieblas del jardín.
Bien, de acuerdo, me dije. Hay alguien ahí, pero estoy apenas a treinta metros de la salida, en pleno Paseo, por donde transita mucha gente; hace siglos que no hago deporte, es verdad que fumo demasiado, pero soy capaz de dar una carrera si es preciso.
Calma. Calma.
Entonces se hizo la luz. Sí.
Una farola debía de estar a punto de fundirse, quizá floja, quizá húmedos sus entresijos, y se encendió de pronto, iluminando algo la zona ya tan en tinieblas. No me reí porque estaba sola, pero debí de sonreír sin duda, aliviada.
Aquella sombra tan amenazante era sólo una escultura, el viejo Neptuno, desnudo e inmóvil en mitad de su isla. Los bambúes le cercaban y las hiedras atrapaban sus pies y comenzaban a reptar por los tobillos recios. No me miraba. Hacía siglos que no miraba a nadie y, quizá, que nadie se fijaba en él, tan escondido, tan abandonado, tan aislado. Miré el reloj. Eran las diez en punto ya, noche cerrada. Había estado mucho tiempo allí, más de lo que creía.
Avancé un poco hacia el borde del agua. Allí estábamos el Dios del Mar y yo, solos, en la oscuridad, frente a frente. Y otra luz se hizo. Recordé en ese instante la aparcada traducción de Horacio, esa referencia al hombre “bienhablado”, que murió de su propia mano ante el Dios de los Océanos. ¿Quién sería ese hombre? Un suicida, estaba claro, pero un suicida famoso y anterior a Horacio. Quizá tendría que rebuscar en mis olvidados conocimientos de mitología para hallar quién fue ese ser que decidió huir del mundo en presencia de Neptuno. Salí del trance porque un ruido surgió del agua, apenas un gorgoteo o un silbido suave. Una pareja de patos insomnes transitaban el corredor líquido, alrededor del islote de la deidad marina; pensé que era tarde para que nadaran en vez de dormir refugiados en las orillas; también pensé que eran los guardianes del dios y que acudían a ver qué estaba ocurriendo, a defenderle de mi invasión tan a deshora.
Decidí dejar de pensar tonterías y regresar a casa, tenía mucho trabajo por delante: hallar la respuesta al acertijo de Horacio y terminar de traducir sus frases tan misteriosas.
Los patos me miraron, o eso creí, y pasaron de largo, rodeando por completo el islote. Una estela se desvanecía a su paso.

 

2


Creo que eran las cuatro de la madrugada cuando me marché a la cama, aturdida, para intentar dormir antes de ir a clase. No lo  conseguí. Una especie de angustia me había invadido y sabía que si no solucionaba el enigma tampoco lograría descansar en noches sucesivas. Esto era mucho peor que no recordar el título de una novela o cómo se llamaba el director de cierta película. Esto era tener la certeza de que estaba a punto de descubrir algo, algo escondido desde tiempos de Horacio y de lo que nadie más se había percatado. Y quizá aquí estaba lo más extraño, que esa traducción nunca recogiera, en las versiones que yo conocía y que había revisado, esas frases sobre el dios marino y un suicida y un laberinto.
Mi mesa de trabajo, siempre escasa, había acogido multitud de papeles, de tomos de enciclopedias, diccionarios. Rebasaron los libracos la superficie de madera y terminaron extendidos en el suelo y yo en medio también en una isla, como Neptuno, pero de letras.
Por la mañana, dudé sobre si consultar con algún colega del instituto pero deseché la idea, primero porque no tenía muy claro a quién preguntar y qué exactamente, y segundo porque no me apetecía dar tres cuartos al pregonero sobre algo que me parecía la revelación de un arcano sólo para mis ojos. Despaché mis clases como pude, con la cabeza puesta en otro sitio, y a mediodía regresé a mi casa y a mis libros como una posesa.
Neptuno, Poseidón para los griegos. Qué curioso. Había visto de pasada un periódico en la sala de profesores, unos gamberros, forofos de no sé qué club de fútbol, habían roto el tridente de Neptuno en Madrid. Entonces recordé mi infancia; una figura de un curioso Neptuno Niño coronaba una fuentecilla en la pamplonesa Plaza del Consejo. ¿Dónde había más Neptunos?
Me puse un abrigo, los zapatos y bajé a un cibercafé en el que nunca había osado entrar. Solía consultar Internet en el trabajo, pero no quería instalar en casa un ordenador y toda su parafernalia. Tecleé “Neptuno” en un buscador, y las coincidencias fueron miles. Supe así que el dios del mar había tenido incontables aventuras amorosas y de su relación con la Medusa había nacido Pegaso, el caballo alado. Hijo de Cronos, de su estirpe fueron también Tritón o el guerrero Orión. Un Parnaso de Ninfas, delfines y palacios submarinos de oro macizo me acompañaron durante mi zambullida en Internet. Y los vestigios terrestres de ese magno reino marino también empezaron a surgir. Había efigies de Neptuno en casi todos los países; desde las más tópicas en Italia, la manida Fontana de Trevi en Roma, o la de Bernini en Florencia hasta guiños curiosos como una figura sumergida en el fondo del mar en una isla brasileña. Granada, Roma, Berlín, Zaragoza, Barcelona, Quito, Génova, París, Puerto Vallarta o Gran Canaria. Me cansé de buscar más efigies, más retratos del Dios de los Océanos... Había centenares.
¿Y quién era el suicida? Probé uniendo las palabras “suicidio” y “Poseidón”... No grité porque no estaba sola en el cibercafé, y me asombré de desconocer el dato aunque había estudiado al personaje... En el año 322 (A. d C.), el orador griego Demóstenes, acosado por sus enemigos, refugiado en la Isla de Calauria, tomó veneno en el templo de Poseidón, ante la estatua del dios. Ya lo tenía. Allí estaba la respuesta al acertijo de Horacio. Pero me faltaba algo esencial, saber a qué se refería con el laberinto, con ese dédalo que conectaba el mundo conocido y el ignorado.
Decidí buscar la respuesta como Demóstenes, ante Neptuno en persona, aunque su templo en la ciudad sólo fuera un islote en el hermoso jardín del XIX.

3


No hacía frío. La noche estaba estrellada; quizá al día siguiente ese cielo raso sembraría las primeras nieblas, fantasmas prendidos en las calles.
Caminé tranquila hacia el Campo Grande. Tenía una cita, casi una cita a ciegas, pero sabía que mi pareja me aguardaría el tiempo que hiciera falta, eternamente si fuera preciso.
Llegué a la orilla y me descalcé. El agua fría apenas me rozaba los tobillos. Me sentí como Anita Ekberg bailando descotada y ebria en la Fontana de Trevi, en aquella película... ¡ya recuerdo!... “La dolce vita”. En cuatro pasos llegué a la isla y abracé al desnudo Neptuno, pétreo y barbado. Su piel era cálida y húmeda, con aromas de salitre y algas marinas. Giró su cabeza hacia mí, brillaban sus ojos en la oscuridad. Me esperaba.
 Por un extraño laberinto submarino me llevó a recorrer todos los lugares donde se asienta su efigie. Los jardines de la Malmaison, por donde pasearon Napoleón y Josefina. Las fuentes pequeñas y grandes orladas de delfines, ninfas y tritones... Su colección de tridentes, arma y herramienta para ordenar las tempestades, las galernas, los oleajes fieros... Sus carros de oro para surcar los océanos.
Ha pasado mucho tiempo, no sé cuánto ni me importa. El tiempo se detiene en las profundidades marinas, los sonidos son ecos de sirenas.
Ahora soy una ausente, como tantos otros a lo largo de la historia, aquellos que supieron hallar el secreto de Neptuno, su enorme poder. El mismo que ayudó a Demóstenes a huir de sus enemigos. Tantas efigies del mismo dios en tantos lugares... Un mágico dédalo. Puertas de entrada que no permiten la salida. Pero es verdad que ninguno de quienes nos hallamos ahora en este reino de las profundidades deseamos abandonarlo.
Sólo una vez le he pedido algo a mi amante y me ha sido concedido. Retorné a tierra, a la efigie primera, la del Campo Grande, y escribí en un costado una frase en latín, para que quien pueda entender entienda: “In insula responsum est”.
En un cofre diminuto, antes destinado a guardar perlas, deposito este manuscrito. Si has sido capaz de hallarlo, si has cruzado el lago y te encuentras en la isla para buscar una respuesta, ya sabes dónde está la puerta. Cruzar el umbral depende tan sólo de ti.


3 comentarios:

@DavideSevilla dijo...

Me ha encantado, Ana. Me ha dado "pena" acabarlo. Engancha! Si estuviera en Valladolid, iría a buscar el cofrecillo! ;)

raindrop dijo...

Solo puedo decir gracias por el buen rato de lectura que me has permitido pasar.
Me ha gustado muchísimo. Un relato rebosante de belleza y aderezado con intriga, encanto y anhelos resueltos.

Jess dijo...

Q susto con Neptuno! Sé de alguien que le gusta Latín y la mitologia griega :) mencataó todo, Ana!