jueves, 21 de febrero de 2013

La pianista






La hermosa pianista se agitaba ante el mueble negro y desmedido. Hacía brotar de su interior todas las notas que el compositor escribió en un día de hastío sin saber que un siglo más tarde la hermosa pianista desgranaría la música con tanta pasión.
La melena rubia se agitaba también siguiendo los compases, los pies al ritmo en los pedales, como si danzara, y las manos ¡ah, las manos! Dedos largos y veloces entrecruzándose en infinitas formas sobre los dientes blancos y negros, exquisitamente diseñados para ser acariciados con dulzura o tañidos casi con estrépito.
El auditorio se guardaba hasta de respirar para no perder ni una cadencia de tan bella melodía. El tiempo se había detenido en aquella enmoquetada sala de conciertos, disgregados los segundos en minúsculas porciones que bailaban al son de la música.
La hermosa pianista llevaba meses ensayando aquellas partituras tan complejas, escuchando antiguas grabaciones en vinilo para olvidarlas inmediatamente después y ser capaz así de reinventar  las notas, los silencios, los ritmos todos que el compositor imaginó en aquel momento lejano.
Una mano casi anónima llegaba desde detrás de la banqueta y pasaba la página de la partitura cuando era necesario. Unos ojos no vistos leían las intrincadas notas y, justo unos segundos antes de que la pianista fuera a quedarse sin notas que leer, esa mano volaba leve a renovar el pentagrama. La pianista se agitaba, hermosa, en su banqueta sin respaldo, sobre el terciopelo apenas entrevisto, quizá rojo o granate. El desmedido mueble negro parecía agitarse también al son que le marcaba la intérprete. El público, definitivamente embelesado, sólo tenía miradas de admiración para la hermosa pianista; alguien osó toser, una tos leve, casi un carraspeo, y las miradas quisieron fulminarle por romper el tempo mágico en el que todos flotaban tan inertes.
La mano casi anónima y los ojos no vistos seguían pacientes su labor de alternancia de las páginas en el momento exacto en que debía ocurrir para que todo marchara como debía. Es decir, perfectamente.
El concierto se estaba culminando. Se aproximaba la apoteosis final y la hermosa pianista estiró los dedos hasta casi doblar su longitud para abarcar tantos dientes blancos y negros y arrancarles el arpegio definitivo.
Fue apenas un estertor y nadie lo escuchó en el fragor del tramo final de la obertura. Justo en ese momento, cuando ya no quedaba más partitura por extender, cuando todas las notas estaban consumadas, extinguidas en el aire de la sala, absorbidas por centenares de orejas expectantes, el portador de la mano casi anónima cayó desplomado a la izquierda del piano. Yació muerto y totalmente enamorado hasta que el juez y el forense acudieron a cumplir con sus funciones legales.
¡Qué terrible! Dijo la hermosa pianista mientras se retiraba al camerino llevando entre los brazos varios ramos de rosas y caléndulas. ¿Cómo se llamaba ese pobre hombre?


                                                                   



2 comentarios:

raindrop dijo...

Daños colaterales de la música.
"Yació muerto y totalmente enamorado", ni la muerte puede vencer al amor.

Genosma dijo...

Triste. no me queda claro si es la pianista o la partitura que interpreta lo que le mata, aunque ¿qué más da?