Siempre admiró la determinación de los suicidas.
La emoción postrera que les debe suponer decidir cuál será su último amanecer y
de qué forma pasarán de la vida a la muerte.
Ellos sí saben la fecha y la hora, el cómo y el
lugar.
Los hay artificiosos, los hay sencillos y
expeditivos.
La determinación de los suicidas, hermanados por
el ansia de la huida, por la certeza de que nada nos espera, de que nada nos
queda, de que nada es posible, salvo decidir cómo y cuándo morir.
Una ventana abierta y un vuelo hacia el vacío. La
gravedad hace el resto.
Una escopeta que cazó perdices te descerraja un
disparo certero en el pecho.
La soga en la viga.
El puente. El río. La mar.
El tren veloz.
El metro.
Un coche volando hacia el acantilado.
El baño caliente y las cuchillas hendiendo las
venas de la muñeca.
La dulce química mezclada con el alcohol: un sueño
profundo sin pesadillas.
Cada suicida decide la puerta de salida, la abre y
se va. Y no hubo nada. Sólo una ausencia más. Otra sombra. Otro vacío en la
memoria de quienes se quedan a esperar su turno. Porque la puerta, es
inevitable, se abre para todos.
Uno
Escuchaba las “Variaciones
Goldberg” interpretadas por Glenn Gould. Apagaba un cigarrillo en el viejo
cenicero de siempre, negro y roto, y encendía otro casi sin aguardar a que el
humo del anterior se hubiera disuelto en el aire cargado de la habitación.
A veces descorría las cortinas y se arriesgaba a
mirar al exterior. La calle era un mundo hostil.
Su única certeza la obtenía de la pantalla del
ordenador cuando era capaz de hilvanar frases, añadir signos de puntuación e ir
construyendo aquella historia que le había ocupado siempre el corazón o alguna
remota circunvolución en el cerebro.
Sinapsis. Se decía. Y escribía la palabra.
Soledad. Y la vivía con la fuerza del dolor.
Sabor a sangre.
Silencio.
Y se le llenaba la boca de eses como en un juego
infantil y cruel.
Sevicias.
Santuarios.
Signos.
Y, finalmente, suicidio.
Sonrió.
Suicidio, sí, es la postrera palabra de su
particular diccionario. Una colección de vocablos de uso individual, el secreto
soneto de su vida.
Soledad y silencio casaban perfectamente. Sólo el
aullido del viento al otro lado de la ventana y el teclear en el ordenador alteraban
la callada atmósfera. Y el piano, claro, el sabio aleteo de las manos en los
marfiles negros y blancos.
No se puede calcular el miedo. No hay ecuaciones
capaces de resolverlo. Y, sin embargo, cuando el miedo a vivir supera al terror
de morir, nos encontramos ante la lucidez del suicida.
Siempre habrá alguien (en todos los miserables
anida un juez supremo) que acuse de cobardía a quien toma la tangente y se
marcha para no volver.
Y siempre habrá alguno (en todos los pusilánimes
anida un absurdo benefactor de la humanidad) que sólo se duela por el dolor que
esa muerte inesperada causa en los deudos que han de enterrar o incinerar al
voluntario cadáver.
El suicida, que acaso en su vida conoció a
magistrado alguno, acostumbra a dejar una carta para el juez. Escribe esa carta
con buena letra porque cree que si no es manuscrita perderá valor de prueba y
las autoridades dudarán de su autoría y sospecharán tramas urdidas para ocultar
crímenes novelescos.
El suicida, que lo es desde mucho antes de fallecer,
lo es desde que toma la decisión de desaparecer, descubrirá que tiene muy mala
letra porque hace años que optó por el ordenador para escribir. Descubre
también que las cuatro plumas estilográficas que guarda sobre el escritorio
están secas y yermas. Y se resiste a escribir sus últimas palabras con un
bolígrafo de propaganda del último hotel que visitó, en aquella época lejana en
que viajes y hoteles parecían algo bueno que mejoraba la vida. Así que hay un
momento absurdo en que el suicida piensa que deberá posponer su decisión a
expensas de encontrar un instrumento adecuado para escribir la dichosa carta
que, como es tradición, empezará diciendo:
“Señor juez:
Que a nadie se culpe de mi muerte. He decidido
quitarme la vida que sólo a mí me pertenece…” etc.
Quizá en los juzgados haya un archivo donde se
guarden todas las misivas que los suicidas legan a los jueces. Miles de textos
más o menos originales, voluntades postreras de quienes tomaron el tren urgente
de la muerte o decidieron arrojarse a las vías, con la última duda de si
provocarían un descarrilamiento atroz.
Porque hay suicidas cuidadosos y descuidados.
Entre estos últimos, sin duda, aquellos que irresponsablemente dejan abierta la
espita del gas y mueren a lo grande, entre llamaradas y explosiones,
arrastrando también a los vecinos de al lado que desayunaban sin saber que
sería lo último que harían. Muertos como si el suicidio fuera una contagiosa
epidemia.
Seguía sonando su música favorita en el ordenador.
Buscaba datos sobre la muerte auto infligida y encontró tantos que le
abrumaron. Mientras las autoridades nos recuerdan que el cinturón salva vidas,
que la velocidad mata y que el alcohol es una pésima combinación con el
volante, ocurre que mueren cada año muchas más personas por suicidio que en
accidentes de carretera. Y abril, junio y julio son los meses más asesinos, por
así decirlo.
Pensó en su propia realidad y constató que abril
le predisponía a la melancolía y que el comienzo del verano se le antojaba una
escarpada pendiente que era incapaz de escalar. Pero, al fin y al cabo ¿cuántos
veranos vivimos?… En una vida media, pongamos que de setenta años, los primeros
son de inconsciencia y el verano una época de aire libre, vacaciones, castillos
de arena y aromas de salitre. En la adolescencia son los estíos días del primer
sexo apocado, de horizontes con septiembre y suspensos atrasados. Y la
pesadilla del adulto, el verano familiar plagado de veladas que terminan en
discusiones y penurias, demasiado largas las horas, con tanta luz que nos hace
ver hasta lo que queremos ocultar el resto del año.
Y los viejos en verano, la imagen del
agostamiento.
Nos matan los días cálidos y eternos, asesinas jornadas
de falso esplendor en la hierba que sólo augura el otoño atroz, decadente y
dorado.
Tres mil o más muertos al año sólo en España.
Cadáveres ahorcados, destrozados por el tren, yertos en sus camas tras una cena
de barbitúricos y alcohol.
Dos
Descubrió muy pronto que a la gente no le gusta
hablar de la muerte. Quienes aguardan en la antesala del médico son capaces de
confiar sus más penosos padecimientos al desconocido que se sienta al lado,
pero el asunto de nuestro final en la vida, acelerado incluso por los doctores
que pretendemos que nos sanen, no agrada a nadie.
En la niñez le obligaban a rezar antes de irse a
dormir. No hacerlo y morir de improviso, sumido en la inconsciencia del sueño,
acarrea a los osados la condenación eterna, le dijeron.
Así que temía a la noche, tan larga y tan oscura,
que nos deja desprotegidos, al albur de las sombras, los fantasmas y la Parca.
Los mayores acostumbraban a preguntar a los niños
qué querían ser de mayores y él siempre contestó que simplemente quería no
morirse. A eso aspiraba. Y luego le puso nombre: inmortalidad.
Tres
Siempre admiró la determinación de los suicidas.
Así que decidió convertirse en uno de ellos.
Cuatro
A una edad temprana supo que su muerte no
dependería del albur, del azar malvado, de los médicos matasanos, de quien
estuviera a su lado en ese momento y dispusiera que le resucitaran o le dejaran
dormir en paz.
Pensaba en los espías legendarios que escondían en
un anillo la diminuta pastilla de cianuro, el pasaporte para la frontera
definitiva.
Soñaba con el momento supremo de la decisión que
te ayuda a la fuga, como los presos valientes que optaban por arriesgarse a
cruzar las alambradas y recibir un certero disparo en pleno cerebro; en ese
mismo instante en que la bala horadaba la blanda masa, ellos ya habían
conseguido eludir a sus carceleros.
Mariano José de Larra, que se suicidó por amor
ante un espejo descerrajándose un tiro en la sien, se erigió en un mito a
emular.
El problema era hallar ese amor incandescente,
insoportablemente ansiado, que nos empuja a la muerte como supremo acto de
entrega.
Había tenido amores, hasta los más tontos los
tienen.
Amores perversos.
Amores asfixiantes.
Amores no correspondidos.
Amores de alcohol y sexo.
Gratuitos y de pago.
Amores propios, de masturbaciones imaginativas.
Pero siempre le fue esquivo ese amor del que
hablan los poemas.
La soledad fue más poderosa que el miedo a estar
en soledad.
Y tampoco encontró jamás alguien a quien amar que
se comprometiera, también, a acompañarle en el último y voluntario viaje.
Amor y muerte resultan encajar en las novelas,
pero en la vida son incompatibles. Nadie se siente más lleno de eternidad,
inmortal e invulnerable que un nuevo amante.
Pero estaba convencido de que lo mejor del amor
era la novedad. Cuando ya habías besado unos pechos unas decenas de veces,
perdían todo interés y te empezaban a llamar la atención otros escotes que
pasaban a tu lado por la calle. Ansiabas introducirte en un cuerpo pero, una
vez horadado, se evaporaba la emoción y todo sonaba a repetido, por mucho que
se adornara con perfumes y tules vaporosos.
Una vez, sólo una, creyó encontrarse ante la
persona adecuada. Ya entonces el suicida escribía textos sin descanso,
entregado a su visceralidad, a la pasión de las palabras, al deseo de
perpetuarse más allá de la breve vida, sabedor de que la inmortalidad sólo la
logran quienes sobreviven a los siglos por sus creaciones.
La persona que creyó adecuada amaba también los
libros y la música. Su conversación era tan rica como sus conocimientos, y las
experiencias que narraba en nada se parecían a las que la gente común suele
describir.
Aquella única vez, él se dejó arrastrar a merced
de un huracán que casi lo destruye. O, acaso, allí comenzó verdaderamente su
destrucción.
Cinco (o
una pequeña historia de amor)
Almas gemelas, se dijo. Y se lo dijo con esa
determinación absurda que sólo alienta en aquéllos que se enamoran sin pensar
en el mañana, porque es condición del enamorado no prever en absoluto que habrá
más días y otros más tras la barrera del primer destello atenazado de emoción.
Coincidían en tantas cosas que se dirían hijos del
mismo espermatozoide, hermanos más allá de las familias, medias naranjas de una
fruta cargada de zumos por destilar.
Y así, rozando lo cursi como sólo pueden rozarlo
sin mancharse de dulzor los enamorados o quienes creen estarlo, se echó en sus
brazos.
Ella le aseguró que pensaba en la muerte a diario,
que la certeza de morir no le inquietaba, acaso le producía el vértigo del
pasar del ser al no ser.
Sí, almas gemelas. ¿Sería posible, amada mía,
llegar al pacto final, al de la demostración total de entrega que supone morir
el uno a manos del otro y luego suicidarse? Viajar a la nada acompañado por ti
es lo que más deseo en esta vida después de tu ser tan adorable…
Pero la adorable huyó ante la propuesta tan
explícita, porque amor y muerte parecen amantes pero son enemigos, sobre todo
si el amor no es sólido y la muerte es tan letal como parece.
Seis
Entonces supo que a nadie se puede invitar a la
ceremonia de la muerte. Ha de llevarse a cabo en soledad, celebración de
despedida con un solo protagonista, sin testigos. Uno y ella, la invitada final
que acaba contigo y se enseñorea de las habitaciones, los descampados, los
árboles del ahorcado y las pleamares que devuelven cuerpos a la orilla. Luego
llegan los comparsas. Jueces, policías, curiosos, descubridores del finado.
Dejan un rastro de blancos guantes de goma, mediciones y dibujos de tiza en la
hierba. Y se van con el cuerpo del delito, dicho sea sin ánimo de hacer bromas.
2 comentarios:
La lectura me ha dejado sobrecogida, casi temblona, con los vellos de punta. Es un texto maravilloso por su claridad y sensibilidad en un tema que no suele tratarse así. Gracias por compartirlo.
Sara
Gracias a ti, Sara, por dedicarle tu tiempo. Y por el comentario.
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