Era pequeña, de las baratas,
apenas habría costado diez euros.
El texto escueto: El nombre de
la muerta (que no hace al caso) y después una frase: “Última nieta de D.
(tampoco hace al caso)”. Y después otra frase: “Su sobrina Dña. (ni caso) ruega
una oración por su alma”.
Y se quedó pensando en aquellas
pocas palabras que tanto decían. Se quedó pensando en quién pondría una esquela
en el periódico cuando aquella sobrina también muriera. La última de la
estirpe. Nadie entierra al enterrador. ¿La dejaría pagada en vida para cuando
llegase el caso?
No pudo evitar el impulso. Se
acercó a la iglesia a la hora de aquel funeral. El ataúd estaba en medio del
pasillo. A su derecha, en el primer banco, una mujer enlutada lloraba.
Terminaba la misa y los pocos fieles que estaban en el templo se fueron
marchando. La mujer quedó sola junto al ataúd, esperando a dos empleados que
colocaron unas andas metálicas con ruedas y se dispusieron a sacar de la
iglesia a la difunta. Sólo la enlutada figura, menuda, de la mujer, seguía a
ese escueto cortejo. Y él, de nuevo un impulso absurdo, se sumó a la comitiva,
un paso por detrás de la sobrina de la muerta. A la puerta del templo había un
coche fúnebre y metieron en él la caja. Un taxi aguardaba detrás y cuando él
fue a abrir la puerta para que la enlutada entrase, ella se volvió, los ojos
azules y llorosos. ¿Le conozco? No, dijo él. Sólo he venido a acompañarla, porque
me parece que está muy sola en este mundo, señorita. Es muy amable, dijo ella.
Y cuando se metió en el taxi, a punto ya de arrancar tras el coche mortuorio,
añadió: ¿Quiere venir conmigo? Se me hace duro ir sola al cementerio también.
Se reían juntos siempre que
recordaban aquello. ¡Vaya manera de conocernos tan romántica! Y rezaban en
silencio, cada uno por separado, para que fuera el otro el encargado de su
esquela y de su entierro, para no padecer, de nuevo, tanta soledad.
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