Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la
muerte canta noche y día su canción sin fin.
Rabindranath Tagore
1
Hay cosas que no son nada fáciles de explicar. No, nada fáciles.
Pues bien, aquélla fue, hasta
que el atardecer empezó a deslizarse por todos los rincones de la ciudad, una
jornada sin sobresaltos.
Estaba cansada; había pasado
todo el día intentando descifrar los
entresijos de una traducción del latín. Hasta ese momento creía que Horacio era
para mí un viejo conocido, sin embargo, algo en aquellas frases me desconcertó.
Se trataba de un poema menor, casi un divertimento, dedicado a Neptuno, el dios
del mar, y a su esposa, Anfitrite. El objeto de mi trabajo era hacerles llegar
ese texto a mis alumnos para que lo analizaran, pero era primordial que yo
tuviera el control sobre las frases, su sentido y su finalidad. Pues bien, me
resultó imposible.
Se refería Horacio –mucho más
famoso por su “carpe diem, carpe horam”-,
a un laberinto, un dédalo intrincado que recorría el mundo entero conocido y
aun lo ignoto, lo remoto, lo por descubrir. Huelga decir que este mismo poema
ya había sido objeto de otras traducciones, pero yo no recordaba haber leído
nunca nada referido a un laberinto, como si los “traductores-traidores”
hubieran evitado esas líneas, omitido el párrafo a propósito. Pensé que la
traidora era mi memoria y seguí trabajando en aquel hermoso latín que acabaría
muriendo de inanición puesto que nadie lo quería estudiar ya.
Horacio, hijo de esclavo,
renovaba sus versos en el equilibrio, en el amor a la vida. Todo un ejemplo.
Empuño ahora la pluma con el deseo de que lo que viví en esas
horas, lo que sigo viviendo ahora mismo y espero que por toda la
eternidad, no se olvide.
En el verso se hablaba del
hombre “bienhablado”, que murió de su propia mano (mortem sibi consciscere o
propria se manu interfecit)[1]
ante el Dios de los Océanos; luego, el párrafo críptico del laberinto y mi
sensación de impotencia e incomprensión ante la lectura.
Decidí dejar en ese momento el
trabajo. Sabía que después, quizá esa misma noche, se haría la luz y entendería
las claves ocultas.
Salí a la calle.
Octubre se desperezaba sobre la
ciudad con sus días más cortos. Casi se adivinaba ya el olor a castañas asadas
y las gentes se apresuraban para regresar a casa, el frío los echaba de la
calle.
Quise desconectar aprovechando
el paseo ciudadano, olvidarme de latines y Horacios y no pensar en nada
especial, pero me conozco bien y cuando intento aclarar alguna duda, o recordar
un simple nombre que no me viene a la memoria ipso facto soy capaz de darle
vueltas hasta el infinito, hasta pescar en alguna neurona el dato perdido o
esquivo. Así sucedió en aquella jornada, en aquel paseo azaroso que me llevó,
sin que mi cabeza guiara a mis piernas, hasta la entrada del Campo Grande que
linda con el Paseo de Zorrilla, pero muy arriba ya, casi en Filipinos. La
tierra estaba reblandecida. Había huellas de pies pequeños, los niños que acudían
a los columpios a la salida del colegio. Nadie habitaba ya a esa hora los
juegos infantiles. Las farolas lucían para mí sola, que pugnaba con el barro en
mis zapatos, hasta que decidí que daba
lo mismo mancharme o no, nadie iba a verme tiznada porque volvería a casa en
soledad, como siempre.
No quería adentrarme mucho en el
jardín, sólo disfrutar del extraño recogimiento del paisaje cuando atardece;
jugar a que era mía toda esa extensión verde y húmeda. Yo, la potentada dueña
del Campo Grande. Un parque entero en el centro de la ciudad en donde sólo
dejaría entrar a quien me diera la gana, como el Gigante Egoísta hizo con su jardín, aunque la experiencia no le fue
muy bien, la verdad.
En el primer recodo sentí un
escalofrío. Una sombra me miraba, inmóvil, desde un entramado de plantas que
quizá fueran bambúes. No, no eché a correr. Me limité a quedarme quieta,
notando cómo los tacones se hundían un poquito más en el barrizal y pensé que
tendría que descalzarme para salir huyendo, o ponerme a gritar, o ambas cosas.
La sombra seguía inmóvil, como
yo, quizá atrapada también en el barro porque no podía ver sus pies. Mi
respiración era agitada, pero intenté contenerla para que el silencio me
convirtiera también a mí en sombra y quizá esa aparición se esfumara, asustada
de mi presencia. Pero no. Nada ocurría. Pasó un rato que se me hizo muy largo.
Despegué el pie izquierdo del lecho blando y di un paso atrás. Luego otro. Otro
más. Retrocedía muy despacio y cada vez con menos miedo, puesto que nada
sucedía. La sombra estaba quieta y la oscuridad avanzaba, aunque mi vista se
iba acostumbrando a desentrañar las tinieblas del jardín.
Bien, de acuerdo, me dije. Hay
alguien ahí, pero estoy apenas a treinta metros de la salida, en pleno Paseo,
por donde transita mucha gente; hace siglos que no hago deporte, es verdad que
fumo demasiado, pero soy capaz de dar una carrera si es preciso.
Calma. Calma.
Entonces se hizo la luz. Sí.
Una farola debía de estar a
punto de fundirse, quizá floja, quizá húmedos sus entresijos, y se encendió de
pronto, iluminando algo la zona ya tan en tinieblas. No me reí porque estaba
sola, pero debí de sonreír sin duda, aliviada.
Aquella sombra tan amenazante
era sólo una escultura, el viejo Neptuno, desnudo e inmóvil en mitad de su
isla. Los bambúes le cercaban y las hiedras atrapaban sus pies y comenzaban a
reptar por los tobillos recios. No me miraba. Hacía siglos que no miraba a
nadie y, quizá, que nadie se fijaba en él, tan escondido, tan abandonado, tan
aislado. Miré el reloj. Eran las diez en punto ya, noche cerrada. Había estado
mucho tiempo allí, más de lo que creía.
Avancé un poco hacia el borde
del agua. Allí estábamos el Dios del Mar y yo, solos, en la oscuridad, frente a
frente. Y otra luz se hizo. Recordé en ese instante la aparcada traducción de
Horacio, esa referencia al hombre “bienhablado”, que murió de su propia mano
ante el Dios de los Océanos. ¿Quién sería ese hombre? Un suicida, estaba claro,
pero un suicida famoso y anterior a Horacio. Quizá tendría que rebuscar en mis
olvidados conocimientos de mitología para hallar quién fue ese ser que decidió
huir del mundo en presencia de Neptuno. Salí del trance porque un ruido surgió
del agua, apenas un gorgoteo o un silbido suave. Una pareja de patos insomnes
transitaban el corredor líquido, alrededor del islote de la deidad marina;
pensé que era tarde para que nadaran en vez de dormir refugiados en las
orillas; también pensé que eran los guardianes del dios y que acudían a ver qué
estaba ocurriendo, a defenderle de mi invasión tan a deshora.
Decidí dejar de pensar tonterías
y regresar a casa, tenía mucho trabajo por delante: hallar la respuesta al
acertijo de Horacio y terminar de traducir sus frases tan misteriosas.
Los patos me miraron, o eso
creí, y pasaron de largo, rodeando por completo el islote. Una estela se
desvanecía a su paso.
2
Creo que eran las cuatro de la
madrugada cuando me marché a la cama, aturdida, para intentar dormir antes de
ir a clase. No lo conseguí. Una especie
de angustia me había invadido y sabía que si no solucionaba el enigma tampoco
lograría descansar en noches sucesivas. Esto era mucho peor que no recordar el
título de una novela o cómo se llamaba el director de cierta película. Esto era
tener la certeza de que estaba a punto de descubrir algo, algo escondido desde
tiempos de Horacio y de lo que nadie más se había percatado. Y quizá aquí
estaba lo más extraño, que esa traducción nunca recogiera, en las versiones que
yo conocía y que había revisado, esas frases sobre el dios marino y un suicida
y un laberinto.
Mi mesa de trabajo, siempre
escasa, había acogido multitud de papeles, de tomos de enciclopedias,
diccionarios. Rebasaron los libracos la superficie de madera y terminaron
extendidos en el suelo y yo en medio también en una isla, como Neptuno, pero de
letras.
Por la mañana, dudé sobre si
consultar con algún colega del instituto pero deseché la idea, primero porque
no tenía muy claro a quién preguntar y qué exactamente, y segundo porque no me
apetecía dar tres cuartos al pregonero sobre algo que me parecía la revelación
de un arcano sólo para mis ojos. Despaché mis clases como pude, con la cabeza
puesta en otro sitio, y a mediodía regresé a mi casa y a mis libros como una
posesa.
Neptuno, Poseidón para los
griegos. Qué curioso. Había visto de pasada un periódico en la sala de
profesores, unos gamberros, forofos de no sé qué club de fútbol, habían roto el
tridente de Neptuno en Madrid. Entonces recordé mi infancia; una figura de un
curioso Neptuno Niño coronaba una fuentecilla en la pamplonesa Plaza del Consejo.
¿Dónde había más Neptunos?
Me puse un abrigo, los zapatos y
bajé a un cibercafé en el que nunca había osado entrar. Solía consultar
Internet en el trabajo, pero no quería instalar en casa un ordenador y toda su
parafernalia. Tecleé “Neptuno” en un buscador, y las coincidencias fueron
miles. Supe así que el dios del mar había tenido incontables aventuras amorosas
y de su relación con la Medusa había nacido Pegaso, el caballo alado. Hijo de
Cronos, de su estirpe fueron también Tritón o el guerrero Orión. Un Parnaso de
Ninfas, delfines y palacios submarinos de oro macizo me acompañaron durante mi
zambullida en Internet. Y los vestigios terrestres de ese magno reino marino
también empezaron a surgir. Había efigies de Neptuno en casi todos los países;
desde las más tópicas en Italia, la manida Fontana de Trevi en Roma, o la de
Bernini en Florencia hasta guiños curiosos como una figura sumergida en el
fondo del mar en una isla brasileña. Granada, Roma, Berlín, Zaragoza,
Barcelona, Quito, Génova, París, Puerto Vallarta o Gran Canaria. Me cansé de
buscar más efigies, más retratos del Dios de los Océanos... Había centenares.
¿Y quién era el suicida? Probé
uniendo las palabras “suicidio” y “Poseidón”... No grité porque no estaba sola
en el cibercafé, y me asombré de desconocer el dato aunque había estudiado al
personaje... En el año 322 (A. d C.), el orador griego Demóstenes, acosado por
sus enemigos, refugiado en la Isla de Calauria, tomó veneno en el templo de
Poseidón, ante la estatua del dios. Ya lo tenía. Allí estaba la respuesta al
acertijo de Horacio. Pero me faltaba algo esencial, saber a qué se refería con
el laberinto, con ese dédalo que conectaba el mundo conocido y el ignorado.
Decidí buscar la respuesta como
Demóstenes, ante Neptuno en persona, aunque su templo en la ciudad sólo fuera
un islote en el hermoso jardín del XIX.
3
No hacía frío. La noche estaba
estrellada; quizá al día siguiente ese cielo raso sembraría las primeras
nieblas, fantasmas prendidos en las calles.
Caminé tranquila hacia el Campo
Grande. Tenía una cita, casi una cita a ciegas, pero sabía que mi pareja me
aguardaría el tiempo que hiciera falta, eternamente si fuera preciso.
Llegué a la orilla y me
descalcé. El agua fría apenas me rozaba los tobillos. Me sentí como Anita
Ekberg bailando descotada y ebria en la Fontana de Trevi, en aquella
película... ¡ya recuerdo!... “La dolce vita”. En cuatro pasos llegué a la isla
y abracé al desnudo Neptuno, pétreo y barbado. Su piel era cálida y húmeda, con
aromas de salitre y algas marinas. Giró su cabeza hacia mí, brillaban sus ojos
en la oscuridad. Me esperaba.
Por un extraño laberinto submarino me llevó a
recorrer todos los lugares donde se asienta su efigie. Los jardines de la
Malmaison, por donde pasearon Napoleón y Josefina. Las fuentes pequeñas y
grandes orladas de delfines, ninfas y tritones... Su colección de tridentes,
arma y herramienta para ordenar las tempestades, las galernas, los oleajes
fieros... Sus carros de oro para surcar los océanos.
Ha pasado mucho tiempo, no sé
cuánto ni me importa. El tiempo se detiene en las profundidades marinas, los
sonidos son ecos de sirenas.
Ahora soy una ausente, como
tantos otros a lo largo de la historia, aquellos que supieron hallar el secreto
de Neptuno, su enorme poder. El mismo que ayudó a Demóstenes a huir de sus
enemigos. Tantas efigies del mismo dios en tantos lugares... Un mágico dédalo.
Puertas de entrada que no permiten la salida. Pero es verdad que ninguno de
quienes nos hallamos ahora en este reino de las profundidades deseamos abandonarlo.
Sólo una vez le he pedido algo a
mi amante y me ha sido concedido. Retorné a tierra, a la efigie primera, la del
Campo Grande, y escribí en un costado una frase en latín, para que quien pueda
entender entienda: “In insula responsum
est”.
En un cofre diminuto, antes
destinado a guardar perlas, deposito este manuscrito. Si has sido capaz de
hallarlo, si has cruzado el lago y te encuentras en la isla para buscar una
respuesta, ya sabes dónde está la puerta. Cruzar el umbral depende tan sólo de
ti.
3 comentarios:
Me ha encantado, Ana. Me ha dado "pena" acabarlo. Engancha! Si estuviera en Valladolid, iría a buscar el cofrecillo! ;)
Solo puedo decir gracias por el buen rato de lectura que me has permitido pasar.
Me ha gustado muchísimo. Un relato rebosante de belleza y aderezado con intriga, encanto y anhelos resueltos.
Q susto con Neptuno! Sé de alguien que le gusta Latín y la mitologia griega :) mencataó todo, Ana!
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