La hermosa pianista se agitaba
ante el mueble negro y desmedido. Hacía brotar de su interior todas las notas
que el compositor escribió en un día de hastío sin saber que un siglo más tarde
la hermosa pianista desgranaría la música con tanta pasión.
La melena rubia se agitaba
también siguiendo los compases, los pies al ritmo en los pedales, como si
danzara, y las manos ¡ah, las manos! Dedos largos y veloces entrecruzándose en
infinitas formas sobre los dientes blancos y negros, exquisitamente diseñados
para ser acariciados con dulzura o tañidos casi con estrépito.
El auditorio se guardaba hasta
de respirar para no perder ni una cadencia de tan bella melodía. El tiempo se
había detenido en aquella enmoquetada sala de conciertos, disgregados los
segundos en minúsculas porciones que bailaban al son de la música.
La hermosa pianista llevaba
meses ensayando aquellas partituras tan complejas, escuchando antiguas
grabaciones en vinilo para olvidarlas inmediatamente después y ser capaz así de
reinventar las notas, los silencios, los
ritmos todos que el compositor imaginó en aquel momento lejano.
Una mano casi anónima llegaba
desde detrás de la banqueta y pasaba la página de la partitura cuando era
necesario. Unos ojos no vistos leían las intrincadas notas y, justo unos
segundos antes de que la pianista fuera a quedarse sin notas que leer, esa mano
volaba leve a renovar el pentagrama. La pianista se agitaba, hermosa, en su
banqueta sin respaldo, sobre el terciopelo apenas entrevisto, quizá rojo o
granate. El desmedido mueble negro parecía agitarse también al son que le
marcaba la intérprete. El público, definitivamente embelesado, sólo tenía
miradas de admiración para la hermosa pianista; alguien osó toser, una tos
leve, casi un carraspeo, y las miradas quisieron fulminarle por romper el tempo
mágico en el que todos flotaban tan inertes.
La mano casi anónima y los ojos
no vistos seguían pacientes su labor de alternancia de las páginas en el
momento exacto en que debía ocurrir para que todo marchara como debía. Es
decir, perfectamente.
El concierto se estaba
culminando. Se aproximaba la apoteosis final y la hermosa pianista estiró los
dedos hasta casi doblar su longitud para abarcar tantos dientes blancos y
negros y arrancarles el arpegio definitivo.
Fue apenas un estertor y nadie
lo escuchó en el fragor del tramo final de la obertura. Justo en ese momento,
cuando ya no quedaba más partitura por extender, cuando todas las notas estaban
consumadas, extinguidas en el aire de la sala, absorbidas por centenares de
orejas expectantes, el portador de la mano casi anónima cayó desplomado a la
izquierda del piano. Yació muerto y totalmente enamorado hasta que el juez y el
forense acudieron a cumplir con sus funciones legales.
¡Qué terrible! Dijo la hermosa
pianista mientras se retiraba al camerino llevando entre los brazos varios
ramos de rosas y caléndulas. ¿Cómo se llamaba ese pobre hombre?
2 comentarios:
Daños colaterales de la música.
"Yació muerto y totalmente enamorado", ni la muerte puede vencer al amor.
Triste. no me queda claro si es la pianista o la partitura que interpreta lo que le mata, aunque ¿qué más da?
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