Pregúntale por el sentido de la vida al hombre defenestrado. Intenta averiguar qué cosa ha sido para él la existencia antes de arrojarse por la ventana de un noveno piso y volar hacia la nada.
Háblale de la hermosura de los amaneceres, de la lenta cadencia de los días, cuéntale que la primavera está brotando y que pugnan las flores por colonizar cada almendro.
Dile que la enfermedad es un accidente, que las depresiones se pasan, que el infierno no existe o que son los otros.
Ese hombre defenestrado terminó segando a hachazos tanta miseria, tanto dolor ajeno y propio.
La guadaña atroz rebana también las falsas flores de las falsas primaveras.
Háblale a él, al desesperado que huyó volando de este infierno, del carpe diem, de filosofías y poemas.
No podrá contestarte.
Ayer dijo, entre hachazos y vuelos, todo aquello que era capaz de decir.
¿El sentido de la vida? Digamos que carece por completo de sentido. O que acaso se halle cuando vuelas y descubres que la gravedad es ambivalente y poderosa, que te arrastra y te eleva al mismo tiempo.
Que somos el ser y la nada en un ínfimo instante
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