jueves, 24 de marzo de 2005

El novelista

Escribía una novela.
Las cosas extrañas empezaron a ocurrir a partir de la segunda página.
Acababa de describir un pavoroso accidente de tráfico; la brutal colisión entre un autobús escolar y un camión cargado con productos inflamables. El balance provisional de la tragedia era de 15 fallecidos y 38 heridos de distinta consideración. Apagó el ordenador, satisfecho con la descripción de las llamaradas, las sucesivas explosiones de gasolina y la barahúnda de sirenas de bomberos y ambulancias que daban sonido de catástrofe a la escena; le parecía que esos párrafos, narrados con gran crudeza, conseguirían atraer la atención del lector. Encendió el televisor, dispuesto a ver un rato el fútbol y algún informativo porque, desde que se dedicaba a escribir, estaba perdiendo contacto con la realidad cotidiana y eso era algo imperdonable en un escritor. Le sorprendió ver la cara de la presentadora de las noticias completamente fuera de hora y también fuera de sí, despeinada y con los ojos llorosos. Subió el volumen del aparato, no sin antes pelearse un poco con su propio sillón, que había decidido engullir el mando a distancia entre los almohadones. La cara de la presentadora desapareció bajo las imágenes superpuestas de una barahúnda infernal de sirenas, humo y llamas. La voz, temblorosa, narraba que el accidente, de una inusual violencia, había ocurrido pasadas las cinco de la tarde, en el punto kilométrico 173 de la Autovía del Mar. Los efectivos que se habían desplazado al lugar intentaban rescatar a los niños atrapados entre los hierros retorcidos del autobús. El balance provisional de víctimas era de 13 fallecidos y 40 heridos de diversa consideración; dos de ellos habían sido trasladados, en estado muy grave, al cercano Hospital Comarcal.
Su cara, aunque él no podía verla, tenía un ligero tinte verdoso y el estómago empezó a protestar en forma de náusea irreprimible. Vomitó la comida arrodillado ante la taza del water y se sintió algo mejor cuando se preparó una infusión de manzanilla y se la bebió tras añadir un chorro de coñac. Cuando se calmó y volvió a sentarse ante el teclado eran ya las ocho de la tarde y decidió que aquello había sido una puñetera casualidad, nada que debiera preocuparle en definitiva.
Retomó el hilo narrativo en el punto en que lo había dejado; puso un punto y aparte y se dispuso a describir el pequeño pueblo de montaña en el que vivía la protagonista femenina de su novela. Sus casas con tejados de pizarra, los verdes geranios salpicados de flores rojas y blancas colgados de los balcones de madera, las calles empedradas y los escudos de piedra en las nobles fachadas. Sin saber muy bien cómo ni por qué, añadió un peculiar detalle a las descripciones y las frases fueron deslizándose sobre la pantalla a una velocidad de vértigo. Un ruido ensordecedor rompió la tranquilidad del pueblecito; algunos vecinos salieron de sus casas sorprendidos por ese inusitado fragor que nunca antes habían oído. Ellos fueron los afortunados, los únicos que lograron no morir aplastados por el alud de piedras, tierra y barro que se precipitó desde las montañas vecinas sobre aquella pacífica y hermosa aldea destruyéndolo todo a su paso.
El escritor releyó aquellos párrafos y le parecieron perfectos en lo sintáctico; además, aquel desastre natural le permitía dar un giro insospechado a la trama, porque ahora la protagonista femenina podía yacer semienterrada entre el barro y esa experiencia cambiaría su vida posterior. Archivó satisfecho lo escrito y encendió la radio para saber qué había ocurrido con el accidente del autobús escolar. Llegó a tiempo de oír la voz entrecortada del locutor que narraba cómo otra desgracia había dejado en segundo plano la tragedia de los niños en la carretera: un terrible e imprevisto alud había arrasado un pueblo idílico en la montaña, gran parte de la población yacía enterrada bajo grandes cantidades de lodo y piedras; era imposible, por el momento, hacer balance de las víctimas.
El escritor apagó la radio de un manotazo, se acercó al teclado y escribió:
"Érase una vez un escritor que escribía una novela en la cual todo lo escrito sucedía momentos después en la vida real; el escritor dejó de escribir la novela porque ganó mil millones de euros en la Lotería Nacional; una cantidad nunca antes conseguida por ningún apostante. Fin".

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