jueves, 24 de septiembre de 2015

MUJERES



En mi primer trabajo, que no era tal sino prácticas no remuneradas, era la única mujer de la redacción. Por no haber, no había ni servicios para mujeres, sólo una puerta sin rótulo. Un urinario masculino al fondo y una cabina con retrete. Así que, si quería entrar, había de mirar bien que no hubiera algún hombre haciendo uso del urinario.
Esto no tendría la mayor importancia salvo porque representa un espíritu empecinado en mantenerse en el tiempo. Hay lugares que no son para mujeres.

A lo largo de todos los años que han venido después (y han sido unos cuantos) cada vez hay menos lugares donde no se haya previsto que fueran a entrar mujeres. Desde cuarteles, hasta quirófanos, cabinas de camión o avión, minas, campos, cuerpos de seguridad.

No, tampoco hay mujeres en el sacerdocio católico, sí en otras confesiones cristianas.

Es igual, yo iba al asunto de que ya nos hemos hecho un hueco, cosa absurda ésta, teniendo en cuenta que somos algo más de la mitad de la población.

No sé qué influencia tuvimos las mujeres de mi generación en esto de abrir camino, pero sí sé que tuvimos que padecer micro, macro y medio machismos de toda clase y condición. Al principio en silencio. Luego, alzando la voz en defensa propia y de las demás.

Leo ahora a mujeres muy jóvenes convertidas en adalides de un feminismo que no puedo sino admirar, pero.
Pero, sí. "Pero" porque cierto feminismo llevado al paroxismo provoca el efecto rebote, el chiste, la parodia, más machismo si cabe que el que anda siempre por ahí, latente, dispuesto a saltar a la mínima.

Porque sí, sigue habiendo hombres que piensan que una mujer trabajadora quita el trabajo a un hombre. Que el lugar de la mujer es la casa, el "hogar", dicen, como para santificarlo. Que vestimos como putas, que vamos provocando, que si la mató algo habría hecho.

Hay que educar, primero en casa, luego en la escuela. Educar en igualdad, paridad y humanidad.

Si nos tomamos como una grave agresión machista que un tipo se despatarre en el asiento del metro estamos desvirtuando esa lucha feminista que intenta conseguir algo más, mucho más importante, que ese poco de espacio vital en el transporte público. 
Ese tipo despatarrado no es un machista, es un maleducado.
Creo que a lo largo de mi vida he procurado ejercer el feminismo como mejor he sabido, no tolerando lo intolerable y despreciando lo despreciable, desde el piropo grueso a la opinión irracional.
Tengo mi hueco, mi espacio, mi voz, junto con otras muchas mujeres y otros tantos hombres. Y en lo tocante a relacionarme con ellos, casi puedo decir que me baso en la letra de una canción del querido y añorado Javier Krahe:



miércoles, 9 de septiembre de 2015

DE EXTRAÑAS HISTORIAS


Va terminando el verano. Ese tiempo en que parece detenerse el mundo, ése en que creemos que vivimos más o mejor o más libres.
Justo antes de que empezara la estación del sol y la molicie, algunas gentes reclamaban ese tiempo "para leer", decían, como si el resto de las estaciones nos impidieran tomar un libro y disfrutarlo.
Leo. Leo mucho. Leo bastante. Leo desde que mi padre me enseñó, yo tenía cuatro años, en la mesa de la cocina. La eme con la a "ma".
Leo bastante, pero en verano he leído muy despacio un libro que merece ser leído "El jilguero" de Donna Tartt. Una historia que se desliza y se extiende y se concentra en una espiral que nos lleva a un cuadro, ése que da nombre a la novela. Una obra de arte.

Ahora, asomando el otoño dorado, he devorado en una tarde otra novela: "La extraña historia de Maurice Lyon", del periodista (y escritor) Oriol Nolis. Y es también el arte, en forma de desasosiego, lo que llena sus páginas.
No mentiré, Oriol es amigo y compañero, me alegro de que se cruzaran nuestras vidas en una redacción, de que habláramos, de que sigamos en contacto aunque en la distancia.
Y he abierto su novela sin haber querido leer una sola crítica, ningún comentario. Nada. Sin pistas de adónde iba a llevarme ese Maurice Lyon, extraño, hermoso, obsesionado.
No daré pistas.

Sólo recomendaré una lectura que hace reflexionar sobre el valor. El valor y el precio. El valor de valer y de ser valeroso. La valía, la obsesión. Toda una colección de obsesiones. La obsesión del arte.

Ha sonado el teléfono varias veces mientras yo leía en silencio.
Se ha ido yendo la luz, como si la echara a bofetadas el otoño cercano.
Y he seguido leyendo, casi en la penumbra, porque necesitaba saber cuál era la última pieza del rompecabezas.

Sólo me permito recomendarles que lo lean. Si les gusta tanto como me ha gustado, habrá que agradecérselo al amigo Oriol, coleccionista de vida y, ahora, de letras hermosas.