jueves, 12 de septiembre de 2013

LA SANGRE DEL HAMBRE



La historia de la anciana me la contó P. un hombre cabal. Regenta un restaurante firme a sus principios desde hace una treintena de años. 

Pues bien, la anciana, en lo más crudo del invierno provinciano, merodeaba al anochecer junto a la puerta trasera del restaurante; ésa por la que salen y entran los empleados, ésa a la que llega el género, ésa, sí, por donde se saca la basura cuando se cierra la puerta a los clientes y todo se prepara para el día siguiente.

La anciana, insisto, en lo más crudo del invierno, apenas vestía una falda mediada, un jersey de punto algo raído y una toquilla remendada. Digna en una pobreza digna, blanco el pelo recogido en un moño. Pulcra en la necesidad, los pómulos marcados, las ojeras del color de las violetas. No hablaba. No se acercaba a la puerta trasera. Sólo esperaba.

Una noche especialmente fría, P. se le acercó. “Señora, le dijo ¿Necesita usted algo?”. Y la mujer, mirando al suelo avergonzada, le pidió unas sobras. “Lo que tenga, cualquier cosa me irá bien”. Aquella noche y muchas otras noches después, P. preparaba un bocadillo de pan tierno, torta de aceite templada, y lo rellenaba con las exquisiteces de su carta. Acompañaba el frugal menú con una pieza de fruta y se lo entregaba a la mujer que hasta intentó besarle las manos un día.
La anciana, cuando había pasado una semana, requirió a P. que, por favor, no le pusiera un bocadillo tan grande, que con la mitad le bastaba, que no era cosa de tirar la comida con lo mal que estaba todo.
Así que P., además de ponerle un bocadillo más menguado le preguntó que si era viuda, que si no tenía pensión, que si le podía ayudar con algún papel. La mujer, con esa mirada gris que dan los años y las penas le dijo que sí, que viuda era y que la menguada pensión se la habían quedado sus hijas, dispuestas también a dejarla en la calle a la menor posibilidad. “Ya sabe, añadió la mujer, la juventud, que sólo miran por ellos”. Y se marchó. Y regresó noche tras noche, hasta que no volvió más.

Nunca supo P. qué fue de ella, de esa mujer anciana, hambrienta y digna, de todos sus avatares vitales, de cómo se terminaron sus días de sangre y hambre, aliviados siquiera por un bocadillo caliente y una pieza de fruta para ir tirando. Creo que lo llaman caridad.
Es injusticia en todo caso. 
Y a P. se le escapaban las lágrimas contándolo.


lunes, 2 de septiembre de 2013

LA MUJER









Ser acaso la mujer
La más feliz del mundo
Ésa que sin saberlo
Atrapa tu mirada
Encandilada.

Y todas las mentiras
Encadenadas
Y lo que vino después
Tal vez.
Tan aprendido y roto
Por tan sabido cierto
Tal vez tan muerto.

Ser acaso la mujer
Aquella que nunca
Pudo ser.