La historia de la
anciana me la contó P. un hombre cabal. Regenta un restaurante firme a sus
principios desde hace una treintena de años.
Pues bien, la
anciana, en lo más crudo del invierno provinciano, merodeaba al anochecer junto
a la puerta trasera del restaurante; ésa por la que salen y entran los
empleados, ésa a la que llega el género, ésa, sí, por donde se saca la basura
cuando se cierra la puerta a los clientes y todo se prepara para el día
siguiente.
La anciana, insisto,
en lo más crudo del invierno, apenas vestía una falda mediada, un jersey de
punto algo raído y una toquilla remendada. Digna en una pobreza digna, blanco
el pelo recogido en un moño. Pulcra en la necesidad, los pómulos marcados, las
ojeras del color de las violetas. No hablaba. No se acercaba a la puerta
trasera. Sólo esperaba.
Una noche
especialmente fría, P. se le acercó. “Señora, le dijo ¿Necesita usted algo?”. Y
la mujer, mirando al suelo avergonzada, le pidió unas sobras. “Lo que tenga,
cualquier cosa me irá bien”. Aquella noche y muchas otras noches después, P.
preparaba un bocadillo de pan tierno, torta de aceite templada, y lo rellenaba
con las exquisiteces de su carta. Acompañaba el frugal menú con una pieza de fruta
y se lo entregaba a la mujer que hasta intentó besarle las manos un día.
La anciana, cuando
había pasado una semana, requirió a P. que, por favor, no le pusiera un
bocadillo tan grande, que con la mitad le bastaba, que no era cosa de tirar la
comida con lo mal que estaba todo.
Así que P., además de
ponerle un bocadillo más menguado le preguntó que si era viuda, que si no tenía
pensión, que si le podía ayudar con algún papel. La mujer, con esa mirada gris
que dan los años y las penas le dijo que sí, que viuda era y que la menguada
pensión se la habían quedado sus hijas, dispuestas también a dejarla en la
calle a la menor posibilidad. “Ya sabe, añadió la mujer, la juventud, que sólo
miran por ellos”. Y se marchó. Y regresó noche tras noche, hasta que no volvió
más.
Nunca supo P. qué fue
de ella, de esa mujer anciana, hambrienta y digna, de todos sus avatares
vitales, de cómo se terminaron sus días de sangre y hambre, aliviados siquiera
por un bocadillo caliente y una pieza de fruta para ir tirando. Creo que lo
llaman caridad.
Es injusticia en todo
caso.
Y a P. se le escapaban las lágrimas contándolo.