De aquellas Semanas Santas de la infancia recuerdo el frío.
Los caramelos que mi abuela cosía en la palma rizada. Algunos tambores. (La tele apagada no, porque no teníamos). Los garbanzos de vigilia (vigilia, me daba miedo esa palabra). Y, por encima de todo, el pánico a los encapuchados (mozorros en Pamplona), los cines cerrados. Una ciudad entera virada a negro.
En las iglesias tapaban las imágenes con mantones. Y los espejos en algunas casas. Todo era luto y tristeza. Y, me olvidaba, la carraca de madera que me compraba mi abuela.
Y me daba miedo un terremoto justo a las tres de la tarde del viernes. Y ese sábado sin Dios, porque se había muerto. Y luego, todos se volvían como locos el domingo, porque ya había resucitado y todo era blanco y campanas repicando.
Y nunca entendí nada.
Pero lo más incomprensible era por qué se ponían tan de duelo, cuando creían que, finalmente, la historia terminaba bien, como en esas películas de miedo que sólo son pesadillas.
Reitero: Nunca entendí nada.
jueves, 28 de marzo de 2013
lunes, 25 de marzo de 2013
Esas casualidades
Martina se sentó en la silla
trastabillada, junto a la ventana donde agonizaba un geranio.
No tenía fuerzas ni para llorar.
En el rincón más cálido de la cocina,
junto al radiador de hierro fundido, la cesta forrada de azul celeste. Allí
yacía Tino. Era viejo y ella lo sabía. Era de raza indefinida pero le daba
igual. Soltaba pelos por toda la casa, pero ella los barría afanosa. Le daba
todos los caprichos porque él, Tino, su gato gris, era la única alegría desde
que Alfonso decidió morirse una mañana, la mañana en que no amaneció. La mañana
en la que todo se detuvo.
Le puso Tino porque a ella, desde niña, la
llamaban Tina.
Ahora lo miraba yacente, en la cesta
forrada de azul sin decidirse a nada, sin capacidad para pensar.
Logró reaccionar cuando la tarde era casi
noche. Languidecía todo, como el geranio.
Preparó un bolso sin estrenar que le
regaló su vecina en el último cumpleaños. Tomó el frío cuerpo del gato, lo
envolvió con la mantita de cuadros y lo metió allí. Sería su ataúd.
Su calle era solitaria y algo mortecinas
las farolas, pero no quería que nadie la viera en ese trance. Llevando un bolso
con un gato muerto camino a la Escalerona, para lanzarlo al mar. Como hizo con
las cenizas de Alfonso.
Pierre era francés y pobre. Vagabundeaba
por el paseo hurgando en las papeleras y vigilando ancianas descuidadas.
Tardó menos de un minuto en ver a la mujer
con el bolso. Tardó menos de medio minuto en echar a correr y arrancarle el
bolso. Tardó segundos en desaparecer con el botín en la primera callejuela.
Martina se quedó paralizada.
La cara de Pierre cuando comprobó qué
había robado fue un poema. En un acceso de ira lanzó bolso y contenido al mar.
Asqueado.
Al fin, Tino, descansó en la mar.
(Dedicado a Berta Suárez Hevia, que escribió el twitt)
jueves, 21 de marzo de 2013
LA DETERMINACIÓN DE LOS SUICIDAS
Siempre admiró la determinación de los suicidas.
La emoción postrera que les debe suponer decidir cuál será su último amanecer y
de qué forma pasarán de la vida a la muerte.
Ellos sí saben la fecha y la hora, el cómo y el
lugar.
Los hay artificiosos, los hay sencillos y
expeditivos.
La determinación de los suicidas, hermanados por
el ansia de la huida, por la certeza de que nada nos espera, de que nada nos
queda, de que nada es posible, salvo decidir cómo y cuándo morir.
Una ventana abierta y un vuelo hacia el vacío. La
gravedad hace el resto.
Una escopeta que cazó perdices te descerraja un
disparo certero en el pecho.
La soga en la viga.
El puente. El río. La mar.
El tren veloz.
El metro.
Un coche volando hacia el acantilado.
El baño caliente y las cuchillas hendiendo las
venas de la muñeca.
La dulce química mezclada con el alcohol: un sueño
profundo sin pesadillas.
Cada suicida decide la puerta de salida, la abre y
se va. Y no hubo nada. Sólo una ausencia más. Otra sombra. Otro vacío en la
memoria de quienes se quedan a esperar su turno. Porque la puerta, es
inevitable, se abre para todos.
Uno
Escuchaba las “Variaciones
Goldberg” interpretadas por Glenn Gould. Apagaba un cigarrillo en el viejo
cenicero de siempre, negro y roto, y encendía otro casi sin aguardar a que el
humo del anterior se hubiera disuelto en el aire cargado de la habitación.
A veces descorría las cortinas y se arriesgaba a
mirar al exterior. La calle era un mundo hostil.
Su única certeza la obtenía de la pantalla del
ordenador cuando era capaz de hilvanar frases, añadir signos de puntuación e ir
construyendo aquella historia que le había ocupado siempre el corazón o alguna
remota circunvolución en el cerebro.
Sinapsis. Se decía. Y escribía la palabra.
Soledad. Y la vivía con la fuerza del dolor.
Sabor a sangre.
Silencio.
Y se le llenaba la boca de eses como en un juego
infantil y cruel.
Sevicias.
Santuarios.
Signos.
Y, finalmente, suicidio.
Sonrió.
Suicidio, sí, es la postrera palabra de su
particular diccionario. Una colección de vocablos de uso individual, el secreto
soneto de su vida.
Soledad y silencio casaban perfectamente. Sólo el
aullido del viento al otro lado de la ventana y el teclear en el ordenador alteraban
la callada atmósfera. Y el piano, claro, el sabio aleteo de las manos en los
marfiles negros y blancos.
No se puede calcular el miedo. No hay ecuaciones
capaces de resolverlo. Y, sin embargo, cuando el miedo a vivir supera al terror
de morir, nos encontramos ante la lucidez del suicida.
Siempre habrá alguien (en todos los miserables
anida un juez supremo) que acuse de cobardía a quien toma la tangente y se
marcha para no volver.
Y siempre habrá alguno (en todos los pusilánimes
anida un absurdo benefactor de la humanidad) que sólo se duela por el dolor que
esa muerte inesperada causa en los deudos que han de enterrar o incinerar al
voluntario cadáver.
El suicida, que acaso en su vida conoció a
magistrado alguno, acostumbra a dejar una carta para el juez. Escribe esa carta
con buena letra porque cree que si no es manuscrita perderá valor de prueba y
las autoridades dudarán de su autoría y sospecharán tramas urdidas para ocultar
crímenes novelescos.
El suicida, que lo es desde mucho antes de fallecer,
lo es desde que toma la decisión de desaparecer, descubrirá que tiene muy mala
letra porque hace años que optó por el ordenador para escribir. Descubre
también que las cuatro plumas estilográficas que guarda sobre el escritorio
están secas y yermas. Y se resiste a escribir sus últimas palabras con un
bolígrafo de propaganda del último hotel que visitó, en aquella época lejana en
que viajes y hoteles parecían algo bueno que mejoraba la vida. Así que hay un
momento absurdo en que el suicida piensa que deberá posponer su decisión a
expensas de encontrar un instrumento adecuado para escribir la dichosa carta
que, como es tradición, empezará diciendo:
“Señor juez:
Que a nadie se culpe de mi muerte. He decidido
quitarme la vida que sólo a mí me pertenece…” etc.
Quizá en los juzgados haya un archivo donde se
guarden todas las misivas que los suicidas legan a los jueces. Miles de textos
más o menos originales, voluntades postreras de quienes tomaron el tren urgente
de la muerte o decidieron arrojarse a las vías, con la última duda de si
provocarían un descarrilamiento atroz.
Porque hay suicidas cuidadosos y descuidados.
Entre estos últimos, sin duda, aquellos que irresponsablemente dejan abierta la
espita del gas y mueren a lo grande, entre llamaradas y explosiones,
arrastrando también a los vecinos de al lado que desayunaban sin saber que
sería lo último que harían. Muertos como si el suicidio fuera una contagiosa
epidemia.
Seguía sonando su música favorita en el ordenador.
Buscaba datos sobre la muerte auto infligida y encontró tantos que le
abrumaron. Mientras las autoridades nos recuerdan que el cinturón salva vidas,
que la velocidad mata y que el alcohol es una pésima combinación con el
volante, ocurre que mueren cada año muchas más personas por suicidio que en
accidentes de carretera. Y abril, junio y julio son los meses más asesinos, por
así decirlo.
Pensó en su propia realidad y constató que abril
le predisponía a la melancolía y que el comienzo del verano se le antojaba una
escarpada pendiente que era incapaz de escalar. Pero, al fin y al cabo ¿cuántos
veranos vivimos?… En una vida media, pongamos que de setenta años, los primeros
son de inconsciencia y el verano una época de aire libre, vacaciones, castillos
de arena y aromas de salitre. En la adolescencia son los estíos días del primer
sexo apocado, de horizontes con septiembre y suspensos atrasados. Y la
pesadilla del adulto, el verano familiar plagado de veladas que terminan en
discusiones y penurias, demasiado largas las horas, con tanta luz que nos hace
ver hasta lo que queremos ocultar el resto del año.
Y los viejos en verano, la imagen del
agostamiento.
Nos matan los días cálidos y eternos, asesinas jornadas
de falso esplendor en la hierba que sólo augura el otoño atroz, decadente y
dorado.
Tres mil o más muertos al año sólo en España.
Cadáveres ahorcados, destrozados por el tren, yertos en sus camas tras una cena
de barbitúricos y alcohol.
Dos
Descubrió muy pronto que a la gente no le gusta
hablar de la muerte. Quienes aguardan en la antesala del médico son capaces de
confiar sus más penosos padecimientos al desconocido que se sienta al lado,
pero el asunto de nuestro final en la vida, acelerado incluso por los doctores
que pretendemos que nos sanen, no agrada a nadie.
En la niñez le obligaban a rezar antes de irse a
dormir. No hacerlo y morir de improviso, sumido en la inconsciencia del sueño,
acarrea a los osados la condenación eterna, le dijeron.
Así que temía a la noche, tan larga y tan oscura,
que nos deja desprotegidos, al albur de las sombras, los fantasmas y la Parca.
Los mayores acostumbraban a preguntar a los niños
qué querían ser de mayores y él siempre contestó que simplemente quería no
morirse. A eso aspiraba. Y luego le puso nombre: inmortalidad.
Tres
Siempre admiró la determinación de los suicidas.
Así que decidió convertirse en uno de ellos.
Cuatro
A una edad temprana supo que su muerte no
dependería del albur, del azar malvado, de los médicos matasanos, de quien
estuviera a su lado en ese momento y dispusiera que le resucitaran o le dejaran
dormir en paz.
Pensaba en los espías legendarios que escondían en
un anillo la diminuta pastilla de cianuro, el pasaporte para la frontera
definitiva.
Soñaba con el momento supremo de la decisión que
te ayuda a la fuga, como los presos valientes que optaban por arriesgarse a
cruzar las alambradas y recibir un certero disparo en pleno cerebro; en ese
mismo instante en que la bala horadaba la blanda masa, ellos ya habían
conseguido eludir a sus carceleros.
Mariano José de Larra, que se suicidó por amor
ante un espejo descerrajándose un tiro en la sien, se erigió en un mito a
emular.
El problema era hallar ese amor incandescente,
insoportablemente ansiado, que nos empuja a la muerte como supremo acto de
entrega.
Había tenido amores, hasta los más tontos los
tienen.
Amores perversos.
Amores asfixiantes.
Amores no correspondidos.
Amores de alcohol y sexo.
Gratuitos y de pago.
Amores propios, de masturbaciones imaginativas.
Pero siempre le fue esquivo ese amor del que
hablan los poemas.
La soledad fue más poderosa que el miedo a estar
en soledad.
Y tampoco encontró jamás alguien a quien amar que
se comprometiera, también, a acompañarle en el último y voluntario viaje.
Amor y muerte resultan encajar en las novelas,
pero en la vida son incompatibles. Nadie se siente más lleno de eternidad,
inmortal e invulnerable que un nuevo amante.
Pero estaba convencido de que lo mejor del amor
era la novedad. Cuando ya habías besado unos pechos unas decenas de veces,
perdían todo interés y te empezaban a llamar la atención otros escotes que
pasaban a tu lado por la calle. Ansiabas introducirte en un cuerpo pero, una
vez horadado, se evaporaba la emoción y todo sonaba a repetido, por mucho que
se adornara con perfumes y tules vaporosos.
Una vez, sólo una, creyó encontrarse ante la
persona adecuada. Ya entonces el suicida escribía textos sin descanso,
entregado a su visceralidad, a la pasión de las palabras, al deseo de
perpetuarse más allá de la breve vida, sabedor de que la inmortalidad sólo la
logran quienes sobreviven a los siglos por sus creaciones.
La persona que creyó adecuada amaba también los
libros y la música. Su conversación era tan rica como sus conocimientos, y las
experiencias que narraba en nada se parecían a las que la gente común suele
describir.
Aquella única vez, él se dejó arrastrar a merced
de un huracán que casi lo destruye. O, acaso, allí comenzó verdaderamente su
destrucción.
Cinco (o
una pequeña historia de amor)
Almas gemelas, se dijo. Y se lo dijo con esa
determinación absurda que sólo alienta en aquéllos que se enamoran sin pensar
en el mañana, porque es condición del enamorado no prever en absoluto que habrá
más días y otros más tras la barrera del primer destello atenazado de emoción.
Coincidían en tantas cosas que se dirían hijos del
mismo espermatozoide, hermanos más allá de las familias, medias naranjas de una
fruta cargada de zumos por destilar.
Y así, rozando lo cursi como sólo pueden rozarlo
sin mancharse de dulzor los enamorados o quienes creen estarlo, se echó en sus
brazos.
Ella le aseguró que pensaba en la muerte a diario,
que la certeza de morir no le inquietaba, acaso le producía el vértigo del
pasar del ser al no ser.
Sí, almas gemelas. ¿Sería posible, amada mía,
llegar al pacto final, al de la demostración total de entrega que supone morir
el uno a manos del otro y luego suicidarse? Viajar a la nada acompañado por ti
es lo que más deseo en esta vida después de tu ser tan adorable…
Pero la adorable huyó ante la propuesta tan
explícita, porque amor y muerte parecen amantes pero son enemigos, sobre todo
si el amor no es sólido y la muerte es tan letal como parece.
Seis
Entonces supo que a nadie se puede invitar a la
ceremonia de la muerte. Ha de llevarse a cabo en soledad, celebración de
despedida con un solo protagonista, sin testigos. Uno y ella, la invitada final
que acaba contigo y se enseñorea de las habitaciones, los descampados, los
árboles del ahorcado y las pleamares que devuelven cuerpos a la orilla. Luego
llegan los comparsas. Jueces, policías, curiosos, descubridores del finado.
Dejan un rastro de blancos guantes de goma, mediciones y dibujos de tiza en la
hierba. Y se van con el cuerpo del delito, dicho sea sin ánimo de hacer bromas.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Maneras de mentir
Te tomas un Martini casi helado
(unas gotas de ginebra por el qué dirán).
Pinchas distraída la aceituna
y miras a la gente que pasea
envidiando tu Martini, la terraza y la aceituna.
Llega el hombre que te vende los cupones
y te habla de lo mal que van las cosas.
Le compras un par de décimos al tanto
de que, nunca, jamás, la lotería toca.
Esperas a alguien que no llega.
O lo aparentas.
Nada mejor que una mujer sola,
con su Martini entre las manos
para hacer como que aguarda
a un caballero
de porte estiloso
y con sombrero.
El no va más de la felicidad.
Luego recoges el tabaco, el móvil, la chaqueta
y, un poquito mareada, ya se sabe,
te retiras como puedes a tu casa
para ensayar la siguiente, imposible, imaginaria, cita.
(unas gotas de ginebra por el qué dirán).
Pinchas distraída la aceituna
y miras a la gente que pasea
envidiando tu Martini, la terraza y la aceituna.
Llega el hombre que te vende los cupones
y te habla de lo mal que van las cosas.
Le compras un par de décimos al tanto
de que, nunca, jamás, la lotería toca.
Esperas a alguien que no llega.
O lo aparentas.
Nada mejor que una mujer sola,
con su Martini entre las manos
para hacer como que aguarda
a un caballero
de porte estiloso
y con sombrero.
El no va más de la felicidad.
Luego recoges el tabaco, el móvil, la chaqueta
y, un poquito mareada, ya se sabe,
te retiras como puedes a tu casa
para ensayar la siguiente, imposible, imaginaria, cita.
martes, 19 de marzo de 2013
Las cosas de los muertos
Recoger las cosas
de los muertos
Los enseres,
Las joyas,
Su ropa,
Los perfumes.
La vieja
afeitadora.
El último libro
que leían.
El marca páginas
intacto
En el punto donde
nunca seguirán esa lectura.
Recoger la vida
de esos otros
Que nunca
volverán adonde estaban.
Los aromas que
recuerdan las ausencias.
Recoger las cosas
de los muertos
Como quien toma
frutas en un huerto
Donde nunca más
brotarán aquellas flores
Donde nunca más
habrá el consuelo
De otra primavera
florecida
Y sus abrazos,
sus besos y sus versos.
Recoger la vida
entera en un hatillo
Hartarse de
llorar por esas cosas
Que son sin ser
la ausencia entera
Que son, sin ser,
lo que ellos eran.
Que son, sin ser,
lo que de ellos,
como efluvios, queda.
MI PADRE
He vuelto allí como a un santuario. El lugar se ha tornado mágico; está cargado de ese extraño eco que provocan los recuerdos. Un torrente de evocaiciones que tan pronto me hacen llorar como sonreír.
Se te ve
feliz junto a Neptuno, padre, como si supieras que allí, donde se inventó una
historia de magias y transportes a lo largo del tiempo y del espacio, yo
volvería sólo para evocarte en el ayer...
He
vuelto hoy. Nadaban los patos con calma. Los bambúes estrepitosamente verdes en
su isla, ocultando al dios de las aguas, al señor de los océanos. Podía verte
aún allí, en ese recodo de verdor, alargando tu mano hacia los patos, jugando
con ellos como juegan los niños. Te he visto, padre, niño siempre, incluso
ahora que te has ido.
Pero no
hay lugar mejor que el corazón para seguir escuchando tus palabras o leyendo la
sonrisa de tus labios...
lunes, 18 de marzo de 2013
LA ESQUELA
Era pequeña, de las baratas,
apenas habría costado diez euros.
El texto escueto: El nombre de
la muerta (que no hace al caso) y después una frase: “Última nieta de D.
(tampoco hace al caso)”. Y después otra frase: “Su sobrina Dña. (ni caso) ruega
una oración por su alma”.
Y se quedó pensando en aquellas
pocas palabras que tanto decían. Se quedó pensando en quién pondría una esquela
en el periódico cuando aquella sobrina también muriera. La última de la
estirpe. Nadie entierra al enterrador. ¿La dejaría pagada en vida para cuando
llegase el caso?
No pudo evitar el impulso. Se
acercó a la iglesia a la hora de aquel funeral. El ataúd estaba en medio del
pasillo. A su derecha, en el primer banco, una mujer enlutada lloraba.
Terminaba la misa y los pocos fieles que estaban en el templo se fueron
marchando. La mujer quedó sola junto al ataúd, esperando a dos empleados que
colocaron unas andas metálicas con ruedas y se dispusieron a sacar de la
iglesia a la difunta. Sólo la enlutada figura, menuda, de la mujer, seguía a
ese escueto cortejo. Y él, de nuevo un impulso absurdo, se sumó a la comitiva,
un paso por detrás de la sobrina de la muerta. A la puerta del templo había un
coche fúnebre y metieron en él la caja. Un taxi aguardaba detrás y cuando él
fue a abrir la puerta para que la enlutada entrase, ella se volvió, los ojos
azules y llorosos. ¿Le conozco? No, dijo él. Sólo he venido a acompañarla, porque
me parece que está muy sola en este mundo, señorita. Es muy amable, dijo ella.
Y cuando se metió en el taxi, a punto ya de arrancar tras el coche mortuorio,
añadió: ¿Quiere venir conmigo? Se me hace duro ir sola al cementerio también.
Se reían juntos siempre que
recordaban aquello. ¡Vaya manera de conocernos tan romántica! Y rezaban en
silencio, cada uno por separado, para que fuera el otro el encargado de su
esquela y de su entierro, para no padecer, de nuevo, tanta soledad.
jueves, 14 de marzo de 2013
DE MIRADAS INFANTILES Y VENTANAS
Tañen campanas en San Cernin.
Estoy en casa de mi abuela y huele a guiso y a
refugio.
En aquel tiempo todo era posible
y lo imposible, nada.
Arrimo las manos al fuego de la cocina
pongo los pies en el brasero
la cabeza en las nubes de los niños que sueñan.
Mañana seré grande
y podré ver algo más que el campanario
cuando me asome
a las ventanas floridas de geranios,
clavelinas y petunias
del refugio-hogar
de la casa de la abuela
-----
He aquí la niña de la mano.
Llevada por el padre a por misterios
escondidos en cada recoveco.
Brujas malas en el rellano oscuro de las
escaleras empinadas.
Duendes traviesos bajo las setas coloradas.
Y la sorpresa matutina, como el hada,
debajo de la almohada,
el premio a un diente caído en el fragor
de la incruenta batalla del crecer
y hacerse grande y descubrir
que hay más brujas que duendes,
menos hadas que ogros glotones,
más males que bondades
en un mundo donde los sueños se tornan
pesadillas.
martes, 12 de marzo de 2013
De la comodidad
Odiar la rutina, que es de pobres.
Echarse la manta a la cabeza.
Creer que la aventura es necesaria.
Acabar como se acaba, en danza,
agotado del mundo y de la gente,
deseando retornar a la templanza,
la calma, el sofá, la dulce manta.
Hace falta una edad para la marcha
hay un tiempo de dolor,
noches de escarcha,
las resacas, los celos y los duelos.
Pero añorar la rutina sólo saben
quienes saben que aventuras son peligros.
Y los peligros te torturan a sus anchas.
Y para eso se inventaron los rituales.
La calma de lo repetido en los manuales.
Lo que no entraña riesgo sino sesgo.
Aunque jamás repique una campana
fuera de hora... salvo las que tañen a muerto.
miércoles, 6 de marzo de 2013
BAJO LA BÓVEDA
Entre la argamasa los ladrillos susurran ecos de otros días. Los escucho en
silencio. Cada uno es una página que debe descifrarse en la penumbra, un sonido
que viene del ayer y me hace temblar, sonreír, derramar lágrimas, suspirar,
enamorarme.
Hay tantos que, estoy segura, nunca lograré prenderlos todos a mi piel,
asumirlos como míos en cada paso –muy pequeño- hacia el final.
Pero uno a uno los ecos de otros días me alcanzan y hacen del silencio un
susurro de voces. Los textos que tantos escribieron para que, al caminar,
aunque inevitablemente el túnel se acabe, nos sintamos acompañados, iluminados,
acaso algo más sabios. Para no estar solos en ese sendero hacia el fin, donde
la bóveda se llena de sombras. Y de miedo.
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