jueves, 22 de septiembre de 2005

La magia del bosque

Las historias se enhebran unas con otras, como un collar de cuentas de colores, así que los recuerdos de la niñez van tirando de un hilo invisible guardado quién sabe dónde.

Me daba miedo el bosque. Transigía en ir porque era obligatorio casi, porque el padre, cazador, gustaba de enseñarme los recovecos, los abrigos, la hondura húmeda de los helechos.

En el bosque se adivinaban las brujas, algún ogro, duendes que se molestaban si invadías su territorio. Entre las copas inmensas de las hayas, sobre todo en otoño, cuando el rojo las hace incendiarse en estallidos de color, anidaban dios sabe qué extraños monstruos alados, que guardaban silencio cuando yo me acercaba pisando con cuidado para no caerme…

El silencio, eso era lo peor del bosque. Una quietud de fiera que acecha, peligrosa. Una respiración en la caverna verde, el temblor de una rama, el crujido de las hojas ya vencidas en el suelo.

El musgo, húmedo, con el tacto de ser vivo, un alga sin mar con aromas de moho, enredadera verde oscuro ligada a las piedras como lapa en las rocas submarinas.

Sí, tiene una cualidad marina el bosque, mareas en las entrañas más oscuras, viejos monstruos en las profundidades y aromas de humedades antiguas, de humus, descomposición y muerte.

Me daba miedo el bosque. Ahora añoro todas esas aventuras que sólo vivía en mi cabeza y el reflejo del otoño en las hayas incendiadas. El intenso sabor de unas fresas silvestres, las castañas regaladas, las manchas de las moras recién maduradas y las misteriosas setas que podían ser venenosas…

No sé si seguirán en pie aquellos bosques de la infancia o si se habrán convertido en urbanizaciones con piscina y campo de golf. En cualquier caso, los mejores bosques suelen ser los que guardamos en la memoria: en ellos no hay forma de perderse porque nos sirven para encontrarnos.

martes, 20 de septiembre de 2005

Apenas recuerdos

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

(Antonio Machado, 1906)

La infancia es una patria muy lejana, una casa antigua adonde nunca hemos de volver pero de la que añoramos paredes y ventanas, el olor de los guisos en la cocina, la ropa recién planchada con aromas de lavanda.

Mi infancia son recuerdos de un patio de Pamplona, de muchos patios acaso. El de la casa de la calle Amaya, oscuro y húmedo como una bodega. El del colegio de las monjas donde revoloteaban los castigos y jugábamos a pillar para sacar el frío.

No hubo huertos claros, pero sí jardines misteriosos en los que penetrar al aire de un cuento que mi padre narraba sin desmayo. Había un gigante egoísta y un hada matutina que despertaban la imaginación. Y enanitos que habitaban bajo las setas primeras del otoño. El bosque, preñado de helechos y de fresas silvestres, era un gran jardín para los juegos, para atisbar torcaces que volaban y truchas que desaparecían bajo la corriente. Y ese mismo río, u otro, qué más da, abundante en cangrejos marrones que pescábamos con retel y que al cocerlos se volvían rojos, bermellones, brillantes.

Mi infancia son navidades que huelen a compota con aromas de canela, a la colonia de mi abuela y el tabaco de mi abuelo. A sabor de churros en San Fermín y a las patatas fritas de la Concha en su bolsa amarilla, aceitosas, saladas como el mar que veíamos siempre con asombro.

Mi infancia es el lujo de estrenar un vestido cosido por mi madre y llevar zapatos nuevos aunque me rozaran los talones. Calcetines de perlé, chaquetas de una lana tan suave que parecía espuma, interiores almidonados. El aroma de los lápices nuevos el primer día de colegio.

Mi infancia está hecha de todo eso y de muchos más detalles que se me han escapado entre las rendijas del tiempo.

La caprichosa memoria no quiere detenerse a recordar los malos ratos, las lágrimas, el miedo, el frío intenso de inviernos que no acababan nunca.

Y cierro los ojos y me sube por las piernas el calorcito del brasero bajo las faldas de la mesa camilla y el olor a goma quemada si las zapatillas se detenían demasiado tiempo en ese fuego.

Con los ojos cerrados puedo ver a la niña que fui, de la mano de sus padres, descubriendo un mundo alrededor.

Abro los ojos y comprendo que el mundo ya está descubierto, que la niña ya no está, que los mayores caminamos solos aunque sigamos necesitando manos tendidas y tengamos mucho miedo.

La infancia es una patria muy lejana, acaso la única en la que nos reconocemos todos, vengamos de donde vengamos.

Ahora veo los campos de Castilla y releo en mi historia algunos casos que recordar no quiero…

Ahora, emigrante de la niñez, añoro sin remedio la perdida patria de la infancia.